Los chicos de la foto



Así se llamaba el ciclo que –en 1986, su primer año como director del Festival de San Sebastián– inventó Diego Galán, en lo que habría de ser una de las muestras más imaginativas celebradas por un certamen español. Veintitrés películas lo componían, firmadas por quienes, en noviembre de 1972, habían acompañado a Luis Buñuel en la comida que le ofreció George Cukor en su casa de Beverly Hills, con motivo de la proyección en Los Angeles de El discreto encanto de la burguesía. Además del anfitrión, esos comensales fueron Alfred Hitchcock, Rouben Mamoulian, Robert Mulligan, George Stevens, Billy Wilder, Robert Wise y William Wyler, junto a Serge Silberman, productor del film, que ganaría el Oscar al Mejor de Habla no Inglesa, su coguionista Jean-Claude Carrière y el hijo menor de Buñuel, Rafael. En la sobremesa, posaron para la famosa foto que Marv Newton les hizo, y que inspiró el ciclo de San Sebastián, en la que faltaba John Ford (obligado a marcharse antes debido a su delicado estado de salud), como tampoco pudo estar Fritz Lang, recluido en casa por grave enfermedad.

Ahora, Manuel Hidalgo se ha basado en esta misma foto para escribir “El banquete de los genios. Un homenaje a Luis Buñuel”, aprovechando hasta el menor resquicio de esa imagen para dar origen a un singular libro de 346 páginas (Ed. Península). Soportado por un enorme despliegue documental, pero de escritura ágil y amena, con la figura de Buñuel –y en especial El discreto encanto de la burguesía– como columna vertebral del relato, “El banquete de los genios” nos va llevando a la personalidad y obra de los cineastas citados, con la capacidad informativa del buen periodista que es Manuel Hidalgo (también novelista y guionista). La estructura de su libro semeja a la de un racimo de cerezas, donde la habilidad del autor logra que una conduzca a la otra con fluidez, hasta ofrecer el retrato de un auténtico Olimpo cinematográfico, ya casi irrepetible con nombres de tan alto nivel. Se diría que incluso el título del volumen, que nos remite al “Banquete” platónico, se mueve en esa órbita de la excepcionalidad del encuentro.

Parece que no lo fue tanto para el propio Buñuel, que describió la comida de esta manera en su autobiográfica “Mi último suspiro”: “Se celebraba en mi honor una extraña reunión de fantasmas que nunca se habían encontrado así reunidos y que hablaban todos de los ‘good old days’, de los buenos tiempos”. Igual que, al aceptar el brindis de confraternización que hizo George Stevens, respondió “bebo, pero me quedan mis dudas”…, porque se sentía “siempre receloso de la solidaridad cultural, con la que siempre se cuenta demasiado”. Cosas de genio (en el doble sentido de la palabra). Para más detalles, lean atentamente el libro de Manuel Hidalgo.

Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2013

La quiebra del modelo francés


No hay debate sobre el cine español en el que alguien –recordando viejas palabras de Berlanga y Aranda– no suelte la “gracieta” de que la única Ley que necesita nuestro cine sería la que hiciera una secretaria traduciendo la Ley francesa… Lo primero que hay que contestar es que no existe como tal una “Ley francesa”, sino que se trata de una normativa compuesta por una serie de reglamentaciones dispersas en el tiempo, alguna de ellas datada incluso en 1946, cuando Europa se disponía a hacer frente a la avalancha norteamericana que siguió a la II Guerra Mundial. Lo segundo, que cada país tiene unas características culturales, sociales y económicas diferentes de las de los otros, por lo que no resulta fácil “importar” un modelo por las buenas. Tercero, que en sus criterios básicos la legislación cinematográfica española tampoco se halla tan alejada de la francesa, basadas ambas en el principio de la “excepción cultural”, como garantía de la “diversidad cultural” frente al imperio de Hollywood. Ese mismo principio con el que pretende terminar el próximo Tratado de Libre Comercio, ante la ambigüedad e indecisión de Bruselas en defenderlo, aunque el voto del Parlamento Europeo sí acaba de apoyarlo al pedir la exclusión de los servicios audiovisuales en ese Tratado.

Paradójicamente, mientras aquí muchos (productores, en especial) siguen dando la tabarra con el “modelo francés”, allí las cosas se ven de otra manera, como ha quedado patente en el recién terminado Cannes. No lo digo, claro, por la merecidísima Palma de Oro de La vie d’Adèle, un premio que Francia no lograba desde hace cinco años con La clase, sino por el estado de opinión que se desprendía de reportajes periodísticos, mesas redondas y encuentros varios. En concreto, el diario “Libération” dedicaba portada y cuatro páginas al tema el mismo día de la inauguración del Festival, bajo el expresivo título de “Cine francés: enfermo, pese a su buena salud” y el sumario “Económicamente en forma, el sistema actual privilegia a las grandes producciones en perjuicio de los presupuestos modestos. Y provoca inquietud”. Frases que confirmaba, incluso con pareceres más rotundos, una encuesta con seis cineastas galos. ¿Causas? Que el “modelo” vigente desde la década de los 80 se está quedando obsoleto, que la financiación depende en exceso de las televisiones, que el poder de las multinacionales resulta asfixiante, que las grandes “estrellas” cobran sueldos desmesurados, que crece la piratería, que peligra la producción media… Nada que no se pueda solventar si se aplican a tiempo medidas correctoras sobre el sistema.


Les suena, ¿verdad? Es lo que deberíamos hacer con Ley del Cine española, que tanto trabajo costó sacar en diciembre de 2007: desarrollarla bien y aprovecharla al máximo, extraerle todas sus muchas posibilidades, en lugar de estar siempre en la boca con el sambenito del “modelo francés”.

Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2013