Cuento de enero


Érase una vez un país en que el cine era considerado patrimonio cultural de sus ciudadanos, en el que los gobernantes estaban orgullosos de él y lo consideraban como un asunto de Estado y una inmejorable tarjeta de presentación en el exterior. Donde se valoraba y respetaba a sus creadores y a sus artistas, donde el público esperaba con impaciencia sus últimas obras y seguía con profundo interés sus trayectorias. En el que desde muy niños se aprendía a conocer y estimar las películas “clásicas” y a aguardar con impaciencia las nuevas que llegaban. Donde había trabajo, si no para todos, para una inmensa mayoría de quienes deseaban expresarse delante o detrás de la cámara.

Érase una vez un país en que sus instituciones apoyaban decididamente los proyectos cinematográficos que nacían, sin resquemores ni favoritismos, sabiendo que estaban dando un buen destino al dinero de los contribuyentes. Donde las entidades financieras hacían fácil la consecución de créditos para las inversiones destinadas a algo tan costoso como una película. Donde productoras y televisiones iban voluntariamente de la mano con el fin de lograr los mejores productos, que unas y otros podrían usar como reclamo idóneo para sus espectadores. En el que existía un mercado dentro del que competir en igualdad de oportunidades, sin ninguna cinematografía que colonizase al resto y un respeto absoluto por la diversidad cultural en las pantallas.

Érase una vez un país en el que diversos organismos públicos y privados favorecían el diálogo continuo, un libre intercambio de ideas entre los profesionales que deseaban reflexionar sobre su trabajo y mejorarlo en todo lo que fuera posible. Donde las asociaciones del sector no se regían por meros intereses gremiales, sino que trataban de comprender las razones de las demás, hasta llegar a pactos que favorecieran a todos. En el que se había entendido que el beneficio de unos no debe significar el perjuicio de los demás, porque el barco era común y hay que esforzarse conjuntamente para que navegue bien y no se vaya a pique.

Érase una vez un país en el que las mujeres obtenían la paridad con los hombres a la hora de dirigir o escribir o trabajar en una película, sin que nadie pusiera en duda su capacidad o su preparación para lograrlo. En el que se protegía especialmente a los otrora considerados “parientes pobres” del cine, los cortometrajistas, los documentalistas, porque en ellos estaba o bien la semilla o bien la valía de dar testimonio sobre cuanto nos rodea. Donde se aceptaba, sobre todo por parte de los más jóvenes, que la cultura no puede ni debe ser “gratis total”, porque muchas personas viven gracias a ella, pero tampoco estar solo al alcance de los más privilegiados económicamente.


Y colorín colorado… Pero, ¿no es realmente posible un país así? En nuestras manos está la varita que convierta, más temprano que tarde, a la pequeña rana en príncipe.

(Publicado en la página "web" de la Unión de Cineastas, enero de 2015).

No hay comentarios:

Publicar un comentario