La incorporación de la educación audiovisual en la Ley del Cine de 2007


Lo primero que deseo es agradecer a la Universidad de Castilla-La Mancha, y muy especialmente a Susana de la Sierra, por invitarme a formar parte de este importante Seminario, que ella dirige.

Lo segundo es asegurar a mis compañeras de Mesa y a la moderadora que no les quitaré demasiado tiempo con mi intervención. El motivo es claro: la incorporación de la educación audiovisual en la Ley del Cine de 2007 se traduce en la historia de un fracaso o, si lo prefieren, en la confesión de una profunda impotencia. Y de uno y otra no hay que hablar en demasía, se resumen rápidamente.

¿Por qué hablo de fracaso o de impotencia? Porque no conseguimos lo que de verdad intentamos en este tema: asegurar que la educación audiovisual, en sus diversos niveles, estuviera garantizada por ley, rompiendo así una dejadez de muchos años. Lo más que logramos es que, en las Disposiciones generales del Artículo 19 de la Ley, y en su punto e), se dijera que dentro de las finalidades del Instituto de Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA) figurasen la “suscripción de convenios de colaboración con entidades públicas o privadas necesarios para el fomento de las actividades cinematográficas y audiovisuales, así como para la formación de profesionales. Colaborará (el ICAA) con las diferentes administraciones educativas para el fomento del conocimiento y difusión del cine en los diferentes ámbitos educativos”.

Palabras muy genéricas que, en la Ley, solo nos permitieron crear, en el Artículo 23, las Ayudas a proyectos culturales y de formación no reglada, estableciendo que “se podrán establecer medidas que apoyen proyectos que, pertenecientes al campo teórico o de la edición, entre otros, sean susceptibles de enriquecer el panorama audiovisual español desde una perspectiva cultural, así como a aquellos proyectos que apoyen programas específicos de formación no reglada para profesionales, incluyendo personal creativo y técnico, o públicos”. Fue un empeño personal, porque una de las cosas que más me sorprendió cuando llegué al ICAA desde el Festival de Valladolid, es que el Instituto concedía ayudas a los diversos sectores industriales, pero no existía ninguna que apoyase a los proyectos culturales de índole cinematográfica, lo que resultaba paradójico en todo un Ministerio de Cultura. Quisimos introducir también el tema de la “formación no reglada” dado que las propuestas de carácter curricular nos estaban vedadas por una cuestión de competencias con el Ministerio de Educación, que entendíamos y asumíamos. De cualquier forma, estas ayudas de las que estoy hablando no se han convocado en los últimos cuatro años debido a las dificultades presupuestarias…

También cabe mencionar la Disposición Adicional Séptima de la Ley, sobre “acceso de los productos cinematográficos y audiovisuales al sistema educativo”, que determinaba que “las Administraciones Públicas, en el ámbito de sus respectivas competencias, promoverán la accesibilidad de los productos cinematográficos y audiovisuales al sistema educativo a través de programas de formación, de manera que sus contenidos puedan también quedar integrados en aquél”.

Estos dos Artículos y esta Disposición Adicional de la Ley del Cine es todo lo que pudimos conseguir, sin que –a excepción de las Ayudas a proyectos culturales y de formación no reglada– tuvieran después el necesario desarrollo reglamentario.

He citado antes el tema de las competencias entre los Ministerios de Educación y Cultura de aquel momento. Ahí está la raíz del problema, que Cultura no tenía, ni tiene competencias sobre la educación “reglada”, lo que ha continuado también cuando, como ahora, están unidos en un mismo organismo. Sabíamos, por tanto, que no disponíamos de mucho margen de actuación, pero aún así lo intentamos, antes y después de que se aprobase la Ley del Cine, basándonos en aquel artículo 19 y en la Disposición Adicional.

Mantuvimos diversas reuniones con el Ministerio de Educación a nivel de Dirección General y técnicos de ambas casas (la Secretaría de Estado de entonces no estaba interesada en el tema). Tratábamos de establecer, mediante Convenios u otras formas jurídicas, una colaboración en la que ambos departamentos pudieran aportar sus conocimientos para llegar a una especie de Plan General de la Enseñanza Audiovisual, de acuerdo con las Comunidades Autónomas. Pero la actitud de Educación supuso una continua barrera. Sus razones eran varias: que para llevar esa enseñanza a los diversos niveles educativos lo primero que se necesitaba era formar profesores de ella, y no había ni formas de hacerlo ni recursos económicos para emprenderlo. En segundo lugar, que las actividades curriculares ya estaban muy saturadas, por lo que no convenía introducir otra materia nueva como la enseñanza audiovisual, mientras que las extracurriculares acababan teniendo escasa incidencia en la formación de los alumnos. Tercero, que la mayoría de las competencias del Ministerio de Educación estaban transferidas a las Comunidades Autónomas, por lo que habría que negociar individualmente con cada una de ellas (tampoco prosperó que presentásemos el tema ante las correspondientes Conferencias Sectoriales). Y, finalmente, que la formación audiovisual no se hallaba entre las prioridades que en ese momento tenía el Ministerio, muy condicionado por su exiguo presupuesto.

Lo más que conseguimos fueron buenas palabras, deseos de ánimos y emplazamientos a futuras reuniones, sin concretar. Nada se logró realmente, salvo perder bastantes horas en el empeño.

Y no se trataba de una postura aislada ni excepcional. Ningún Ministerio de Educación de este país llamado España, por parte de ninguno de los partidos políticos que lo han regido desde la llegada de la democracia (de antes, ni siquiera hablamos) se ha tomado jamás en serio la educación audiovisual. Ninguno. Siempre se ha postergado, siempre se ha dejado para “tiempos mejores”, aunque el cine ya tiene 110 años y todos estamos teóricamente de acuerdo en que resulta imprescindible puesto que el niño, casi desde que nace, se halla sujeto a todo tipo de estímulos audiovisuales, como ya se ha recalcado aquí por varios de los ponentes.

De nada valen las exigentes recomendaciones de la Comisión o el Parlamento Europeo sobre la alfabetización audiovisual, de nada sirven las excelentes prácticas de naciones de nuestro entorno como Francia, Gran Bretaña o los países escandinavos, en nada se escuchan las opiniones de cineastas y otros profesionales, expresadas en manifiestos, artículos o entrevistas, en favor de que esa educación se instaure, de que sería fundamental que los alumnos conociesen a fondo tanto un lenguaje con el que conviven cotidianamente como un patrimonio cinematográfico que forma parte esencial de nuestra cultura.

Hay, por supuesto, iniciativas individuales o particulares dignas de toda consideración y encomio, con numerosos colegios e institutos que se esfuerzan muy meritoriamente en impartir tal enseñanza. También sé que mis sucesoras en la Dirección General del ICAA, Susana de la Sierra y Lorena González Olivares, han dedicado y dedican mucho tiempo y trabajo para cambiar la situación. De hecho, Susana de la Sierra creó los Premios de Alfabetización Audiovisual y de Historia de la Cinematografía, que concede un Jurado independiente, para destacar la labor de esos centros educativos que impulsan entre sus alumnos programas formativos, además de convocar simposios y reuniones como este al que ahora asistimos; y Lorena González Olivares ha continuado todo ello dentro de una similar línea de trabajo. Pero una y otra son las primeras en reconocer que tal esfuerzo no basta.

No basta porque, como en tantos otros aspectos del mundo cinematográfico y audiovisual, la educación en su lenguaje, su Historia y su desarrollo debería ser una cuestión de Estado, que debería traducirse en un Plan General apoyado por el Gobierno central y las Comunidades Autónomas. Mientras no exista una política decidida en este campo, donde confluyan Educación y Cultura bajo unos mismos objetivos marcados desde el Gobierno, sea del carácter ideológico y político que sea, e incluso cuando los partidos se permuten en el poder, la situación no variará. Y seguirán pasando Ministerios y Ministerios sin que hayamos solucionado el problema.

Hay dos libros que, a quienes no los conozcan, recomiendo vivamente: uno, ya clásico, “La hipótesis del cine. Pequeño tratado sobre la transmisión del cine en la escuela y fuera de ella”, de Alain Bergala, que fue redactor-jefe de “Cahiers du Cinéma”, profesor de Cine en la Universidad de París III y encargado por el Gobierno francés de un plan para la educación audiovisual, que llevó a cabo con notable éxito en la etapa de Jack Lang como ministro de Cultura. Y otro libro más reciente, “Cine, enseñanza y enseñanza del cine”, de Juan Antonio Pérez Millan, ex director de la Filmoteca Española y de la Filmoteca de Castilla y León, además de auténtico especialista en la materia.

De ellos, he elegido, para finalizar, dos párrafos muy significativos y que mueven a la reflexión. Uno de Bergala: “Toda pedagogía tiene que adaptarse a los niños y a los jóvenes a que se dirige, pero nunca en detrimento de su objeto (…) Especialmente en el caso del cine, ya que los niños no han esperado a que se les enseñe, como se suele decir, a ‘leer’ las películas para ser espectadores que se consideran a sí mismos perfectamente competentes y satisfechos, antes de cualquier aprendizaje”. Porque, en realidad, “lo que debería ser una aproximación al cine como arte es aprender a devenir un espectador que experimenta las emociones de la creación misma”.

Y otro párrafo, de Pérez Millán: “No nos atrevemos a imaginar siquiera que los poderes públicos de nuestro país pudieran asumir de una vez la enseñanza del lenguaje audiovisual entre las materias que deberían integrar el equipamiento básico de cualquier ciudadano desde una edad muy temprana (…) Aparte de que hay motivos sobrados para dudar de que unas instituciones obsesionadas con la educación como simple engranaje de los sacrosantos conceptos de productividad y competitividad fuesen capaces de admitir unos planteamientos que llevan consigo, de modo inevitable, el aprendizaje y la práctica de unas actitudes sustancialmente críticas”.


En esas estamos. La vigente Ley del Cine de 2007 –solo modificada en algunos aspectos el pasado mayo– ha servido para muchas cosas, muchísimas más de lo que pensaron los que tanto la atacaron en su momento y hoy reconocen su utilidad e incluso la defienden a capa y espada. Pero, debo reconocerlo con pesar, no ha resultado útil en el campo de la formación audiovisual. Ese es su fracaso o su impotencia. Lo que no significa que, llevados del principio gramsciano del “optimismo de la voluntad y el pesimismo de la razón”, no sigamos intentando hasta el agotamiento que en España exista una auténtica educación de la imagen.

(Texto presentado en la primera sesión del Seminario "El Derecho en el Cine y el Cine en el Derecho: Alfabetización mediática, educación audiovisual", organizado por la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Castilla-La Mancha. Toledo, 17 de septiembre de 2015).

La Semana de Cine de Valladolid: Un patrimonio inmaterial


La Unesco designa determinadas experiencias culturales como “Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”. No diré yo tanto de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, porque hablar de “la Humanidad” es mucho hablar, pero sí considero al Festival como “patrimonio inmaterial” de toda una ciudad y de las diversas generaciones que la han ido habitando, así como también de multitud de cinéfilos de todo nuestro país, que o bien han acudido a ella personalmente o han estado muy atentos a su celebración a lo largo de nada menos que sesenta años.

Por definición, lo inmaterial es algo difícil de precisar, pertenece a la memoria y la conciencia de las gentes, que lo hacen vivir cada cierto tiempo. No puede limitarse a unas construcciones concretas, a unos objetos específicos, ni siquiera a unas personas en particular. Es la suma de todo ello, pero ligado a una percepción individual y colectiva de que se está ante una realidad excepcional. Es, asimismo, una amalgama de sentimientos ante lo que se nos ofrece como algo irrepetible, aunque –paradójicamente– se reproduce de manera sucesiva ante nuestros ojos. De ahí que la Semana de Valladolid signifique un patrimonio inmaterial que pertenece por igual a todos los vallisoletanos.

El Teatro Calderón, sede central del Festival, lleno de público

No solo, aunque también, cuentan las miles de películas que se hayan proyectado en estas seis décadas. No solo, aunque también, importan las personalidades de todo el mundo que nos han visitado edición tras edición. No solo, aunque también, resultan fundamentales las decenas de libros que se han publicado y que han hecho posible el mejor conocimiento de una serie de figuras de la máxima dimensión. Lo que importa es el ambiente que se genera, la manera de vivir el acontecimiento anual, el aire que se respira durante esos días tan especiales. Es decir, lo inmaterial, lo que cada uno siente dentro de sí ante el acontecimiento y la forma en que lo interioriza y lo expresa ante su colectividad.

De ahí que por buena que sea una exposición sobre el patrimonio de la Semana, por representativa que pueda ser de su larga existencia, nunca llegará a traducir realmente lo que el Festival supone para sus participantes y asistentes. Porque su principal patrimonio es algo tan diverso y casi indefinible como el público. Porque él ha sido sustento y razón de ser, sus verdaderas raíces dentro de una sociedad que precisa de realidades inmateriales para sobrevivir como tal. La cita anual de la Semana no importa únicamente por lo que tiene de vía de conocimiento de un arte como el cine, sino que sirve como reencuentro de ciudadanos en un ámbito común, dando sentido a aquella “polis” que propugnaron los griegos. Sin ese hálito colectivo, el Festival no existiría y, de hacerse, de nada valdría.

Voy a resumirlo en una anécdota que me parece valiosa: una noche de Clausura, bajaban dos chicas desde las localidades superiores del Teatro Calderón. Iban comentando la película que acababan de ver, hasta que una de ellas se paró en los escalones y le dijo a la otra: “Sí, me ha gustado. Pero estoy triste, porque hasta dentro de año no vuelve la Semana”… En estas palabras no hay exclusivamente cinefilia o “búsqueda” de acontecimiento. Hay la necesidad de compartir un determinado espacio y un determinado tiempo con muchos otros, hay la necesidad de respirar una atmósfera que tarda en repetirse aunque se conserva dentro de nuestro interior.

Podría hablar de múltiples situaciones que forman parte de nuestro patrimonio. Como aquella sesión de noche en que, por primera vez, se podía contemplar en versión original y en una nueva copia ‘El apartamento’, y resultaba patente la forma en que los espectadores “respiraban” al unísono ante esa obra maestra de Billy Wilder. O como aquella mañana de domingo en que, desde más de una hora antes de que se abrieran las puertas, una multitud se agolpaba para conocer los más recientes films de Atom Egoyan y Abbas Kiarostami, expectación que nadie podía imaginar. O el asombro compartido cuando un ya veterano Stanley Donen se arrancó con unos divertidos pasos de baile desde el escenario del Calderón. O, mucho antes, la profunda emoción que todos sentimos cuando, en la X edición y con ‘Los olvidados’, los espectadores vivimos la experiencia inédita –por culpa de la censura franquista- de situarnos cara a cara ante una obra de Luis Buñuel.

Una foto histórica: En 1975, el público guarda cola para poder ver "La naranja mecánica" en el Teatro Carrión

Ejemplos así los hay a centenares, pero todos confluyen en un mismo término: el público, los vallisoletanos, que son quienes han hecho grande a la Semana. Unos cuantos de nosotros hemos tratado de cooperar para que ese “patrimonio inmaterial” siguiera creciendo. Y, particularmente, yo no tengo más que palabras de agradecimiento para cuantos, a lo largo de veinte años, entre 1984 y 2004, me acompañaron en esta tarea, formando parte de un espléndido equipo. Pero siempre supimos que no trabajábamos para nuestra satisfacción personal, ni siquiera para ese cine que tanto nos apasionaba a todos. Éramos simples instrumentos de los deseos de una colectividad, meros gestores de sueños e ilusiones que se plasman cada 365 días en una muy querida ciudad llamada Valladolid.

(Publicado el 5 de septiembre de 2015 en el suplemento dedicado por el diario "El Norte de Castilla" a la Semana Internacional de Cine de Valladolid, suplemento también entregado en la exposición "Seminci: Una historia de cine").