Unos pasteles exquisitos


No voy a referirme al esperable éxito comercial de Ocho apellidos catalanes, sino a otro menos visible, pero muy estimulante: el de Una pastelería en Tokio (An), que alcanza cifras récord en los circuitos independientes. Tras pasar con excelente acogida por la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes y por la Semana de Valladolid, donde obtuvo el Premio a la Mejor Dirección, el film de Naomi Kawase ha prendido de manera especial en el público español. Si su camino sigue igual de favorable, cabe estimar que logrará entre 120 y 140.000 espectadores, con una recaudación de unos 700 u 800.000 euros. En el caso de Valencia ciudad, proyectado en las salas Lys y Yelmo Campanar, en torno a 5.000 personas habrán disfrutado con él. Traerlo a nuestro país, antes que a ningún otro, ha sido un notable acierto de la joven distribuidora Caramel Films, que regenta Enrique González Kuhn.

"Una pastelería en Tokio" ("An"), de Naomi Kawase

¿Por qué este éxito? Cabría situarlo en la indudable maestría de la cineasta japonesa, pero no había sucedido con anteriores, y también estupendas, películas suyas como Suzaku, El bosque del luto o Aguas tranquilas. No, la razón creo que se halla en la positiva propuesta que Una pastelería en Tokio plantea al público a partir de una peculiar historia: la de la elaboración en una pequeña tienda de los “dorayakis”, los bizcochos o tortitas de masa dulce que, en este caso, vienen hechos con pasta de judías, esa “an” a la que se refiere el título original. Poca cosa, dirán ustedes, pero si a partir de ahí entramos en los terrenos más queridos por Kawase (el intercambio entre generaciones, la decisiva presencia de la naturaleza o la ineludible dialéctica entre vida y muerte), a los que se suma una exquisita sensibilidad, dicha propuesta ya adquiere otra dimensión. Y los espectadores salen de las salas imbuidos por una especie de “serenidad oriental”, de haber vislumbrado a lo largo de dos horas un cierto sentido, feliz pese a todo, de la existencia diaria.

Naomi Kawase, en el Festival de Valladolid 2015

Son Naomi Kawase e Hirokazu Kore-eda los dos grandes referentes del cine japonés actual, dignos herederos de maestros como Ozu, Mizoguchi o Naruse. Estaría bien que, al hilo del éxito de Una pastelería en Tokio, nos alejáramos de vez en cuando de nuestro “etnocentrismo”, de la habitual mirada unívoca, para adentrarnos –aunque solo fuese por curiosidad– en otras expresiones más lejanas pero enormemente fascinantes. Sin ir más lejos, les planteo ya una cita: cuando en fechas próximas se estrene Nuestra hermana pequeña, una nueva muestra del excepcional talento de Kore-eda.


Nota final: En su artículo de la semana pasada, Diego Galán me anima a que opine sobre la Orden Ministerial que regulará las Ayudas al Cine. Pero hasta el momento de escribir estas líneas, es tan solo un borrador, al que los diversos sectores afectados han presentado numerosas Observaciones. Tiempo al tiempo…

(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2015).

'Doctor Zhivago': Una película "de las que ya no se hacen"


Puede parecer banal que se diga de una película que es “como las que ya no se hacen”, pero no lo es tanto. Significa que pertenecen a una etapa del cine en que, para competir con la creciente televisión y paralelamente a la llegada de las ‘Nuevas Olas’, Hollywood se entregó a la creación de potentes producciones “bigger than life”, “más grandes que la vida”, destinadas a convencer al público de que aquello solo podía verlo en una enorme pantalla y con los mejores medios técnicos. Son los años 60, cuando obras como ‘Lawrence de Arabia’, ‘Cleopatra’ o parte de las rodadas por Bronston en España ven la luz. Y justo en mitad de esa década, en 1965, nace ‘Doctor Zhivago’, de David Lean, basada en la novela que Borís Pasternak publicase ocho años antes en Italia (ante la imposibilidad de hacerlo en la Unión Soviética) y de la que, por tanto, se cumple ahora medio siglo de existencia.

Pero no es solo cuestión de producción o de gran espectáculo. Viendo hoy ‘Doctor Zhivago’, se detecta en ella una cuestión fundamental y que afecta al “tempo” cinematográfico. Es otra manera de narrar distinta a la actual, otra forma de dar a cada plano, a cada escena, a cada secuencia, el tiempo justo que necesita. Cabe llamarlo “clasicismo”, cabe considerarlo –como se dijo de forma despectiva hasta hace poco– un lenguaje conservador y que nada innova, pero la verdad es que pervive actualmente mucho mejor que el utilizado por obras aclamadas en su día por cierta voluntad de ruptura. David Lean es el narrador clásico por excelencia de los grandes relatos, el cineasta que ha sabido expresar con mayor claridad y precisión aquellos vastos mundos que deseaba reflejar.

Lo que se multiplica, en cuanto a dificultad, al poner en imágenes durante tres horas y cuarto una novela de la longitud y la complejidad de la de Pasternak. Pero no voy a entrar en los detalles de esa adaptación, debida en primer término al excelente guionista Robert Bolt, que también escribiese ‘Lawrence de Arabia’. La acaba de estudiar minuciosamente César Antonio Molina en un libro de muy reciente aparición. Como ya también existe, desde el año 2000, un preciso estudio crítico a cargo de Ramón Moreno Cantero. No, lo que me interesa en este artículo es realzar la figura de un cineasta cuyo pulso narrativo se muestra capaz de aunar una historia con minúsculas y la Historia con mayúsculas, como Lean consigue en ‘Doctor Zhivago’. La historia de amor de Yuri y Lara, y la no menos importante de Yuri y Tonia, no serían las mismas si no las viéramos enmarcadas en las diferentes etapas de la Revolución soviética, hacia cuya trayectoria posterior tanto Pasternak como Lean demuestran tan poca simpatía. “¡Es terrible vivir en esta época!”, exclama Lara, una época en la que –según Strélnikov/ Pasha– ya “no hay vida privada en Rusia. La Historia la ha matado”

El tren rojo en que viaja Strélnikov

Con una atención especial a los objetos, con predilección especial por los espejos y las escenas vistas o entrevistas a través de cristales semiborrosos o cubiertos por la nieve, como la espléndida confesión de Lara a Pasha, Lean se muestra también siempre dotado para las secuencias épicas, del estilo de la carga en el lago helado o del tren rojo que surge a toda velocidad entre los escapados de Moscú y que nos “descubre” a un impactante Strélnikov, sin olvidar ese lirismo que baña habitualmente ‘Doctor Zhivago’. Pese a que, con una modestia no habitual en él, Lean calificase su película de “una historia muy simple: un hombre se casa con una mujer y se enamora de otra. El desafío es conseguir que el público no condene a los amantes”. En definitiva, lo mismo que ya tratase veinte años antes en su intimista ‘Breve encuentro’. Al film solo cabe reprocharle hoy una fotografía demasiado luminosa en interiores de Freddie Young y que juega al fácil recurso del foco dirigido a los ojos de Julie Christie y Omar Sharif (aunque inolvidables ambos, igual que Geraldine Chaplin y Tom Courtenay), y la excesiva insistencia en los dieciséis compases del bello ‘Tema de Lara’, de Maurice Jarre.

Recordemos, para finalizar, que ‘Doctor Zhivago’ se rodó en su mayor parte en España: gracias a la maestría del diseñador de producción John Box, Canillas, en los alrededores de Madrid, se convirtió en Moscú y la meseta soriana en las localidades de Yuriatin y Varíkino, entre otras localizaciones, que incluyen la madrileña Estación de Delicias como si fuera la moscovita. Y especialmente estando en las páginas de ‘El Norte de Castilla’, hay que subrayar que Miguel Delibes se encargó de poner en castellano los diálogos del doblaje español, tarea que recordaba así ante Ramón García Domínguez: “Fue aquella una experiencia muy interesante para mí y una disciplina a la que me sujeté con gusto, pues tenía que tener en cuenta no solo la adecuación castellana y coloquial de preguntas y respuestas, sino muchas veces los movimientos labiales de los personajes. Es decir, que yo tenía que decir una cosa con un número concreto y determinado de sílabas. Esto, como labor de disciplina para un escritor, es siempre positivo”. Parece que solo le hicieron cambiar las palabras “violada” por “forzada” y “bastardo” por “lacayo”… Igual que la censura franquista, pese al adulterio, se limitó a cortar la escena del canto masivo de La Internacional, dejando únicamente el eco que de él se oía en el restaurante donde cenaban Lara y Komarovski.


Con un coste definitivo de 15 millones de dólares, triplicando su presupuesto inicial, ‘Doctor Zhivago’ logró cinco Oscars (al guion adaptado, a la fotografía, al diseño de producción, al vestuario y a la música), sobre diez nominaciones, pero los de película y dirección se los arrebató ‘Sonrisas y lágrimas’, de Robert Wise. Lejos ya de estos premios, o de la acogida muy negativa de la crítica de entonces frente al entusiasmo del público, cincuenta años después comprobamos que el film de David Lean es ya todo un clásico.

(Publicado en "La sombra del ciprés", suplemento cultural de "El Norte de Castilla", de Valladolid, 28 de noviembre de 2015).


De la trayectoria personal a la "modernidad cinematográfica" (esquema)


*  Lo primero que hay que decir es que, contra lo que opinaba Truffaut (“Los niños dicen que de mayores quieren ser pilotos, bomberos o deportistas, pero nunca críticos de cine”), yo sí me considero un crítico vocacional. De hecho, a los seis años y quizá por una cierta influencia del contexto familiar, muy cinéfilo, empiezo a escribir reseñas críticas.

·   *Ya de manera más “profesional”, cuando llego a la publicación de crítica cinematográfica, a finales de los 60, todavía pervive la estela de los “Nuevos Cines” propiciados desde el nacimiento de la “Nouvelle Vague”. Y también permanece en España la rivalidad entre “Film Ideal” y “Nuestro Cine”, que responden a los esquemas que defendían “Cahiers du Cinéma” en Francia y “Cinema Nuovo” en Italia: cine norteamericano, formalismo, autonomía del hecho cinematográfico en el primer caso; contenido, cine europeo (especialmente italiano) e ideologización en el segundo. Iván Tubau ha analizado adecuadamente este enfrentamiento en su tesis doctoral y en su libro “Crítica cinematográfica española: Bazin contra Aristarco”.

·   * Aunque comienzo escribiendo en “Nuestro Cine”, el trabajo crítico fundamental lo realizo en “Triunfo” a lo largo de ocho años (junto a Diego Galán), entre 1970 y 1978. Allí efectúo una labor caracterizada por un cierto análisis ideológico de las películas, con su interrelación con la cinematografía y el país en que nacen, dentro de una clara dimensión política, que se traduce en frecuentes denuncias de las tropelías cometidas por la censura franquista. Junto a ello, un amplio volumen informativo, que llega a albergar cuatro páginas semanales con entrevistas del director español que hubiese estrenado en fechas recientes, algo impensable en el panorama informativo de hoy.

·  *  Al pasar al semanario “La Calle” como redactor-jefe, predomina esa especial dedicación crítica e informativa al cine, aunque ya en democracia, lo que permitía enfocar el tema sin tantas urgencias políticas. Se trata, sobre todo, de vislumbrar qué nuevos caminos se abren ante el cine español, ya sin censura y con libertad de expresión, en esta etapa de la Transición, que denominé “Cine de la recuperación” en los ámbitos político, ético, moral, erótico y de las costumbres en general, cegados antes por la dictadura.

·  * Cito todo esto porque, al asumir en 1984 la dirección de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, lo que en definitiva me planteo es “hacer críticas” en público, proponer aquello que me parece fundamental en ese momento ante centenares de espectadores que me darán o no su aprobación. Aunque con un criterio básico de pluralidad, y no limitándome al “ghetto” de mis gustos personales.

·  *  Tenía como referencia clara y directa la Semana Internacional de Cine de Autor que Julio Diamante dirigiese desde 1972 a 1989 en Benalmádena (Málaga). Un Festival ejemplar por muchos motivos, combativo e innovador, que servía de referencia opuesta al de San Sebastián que, por aquel entonces, suponía un escaparate del franquismo hacia el interior y el exterior. Y, en el aspecto organizativo, quise conocer desde dentro cómo estaban planteados los de Berlín y Locarno, cuyas normas de funcionamiento en este terreno merecían ser analizadas y aplicadas por su rigor y seriedad.

· Volviendo al punto anterior, cuando llego al Festival lo primero que me planteo es recuperar a un público que en buena parte se había perdido. Hay que recordar que estamos en la década de los 80, cuando, por la irrupción del vídeo, las salas pierden espectadores día tras día. Y aplico una cierta teoría de la piedra arrojada al estanque y que forma círculos concéntricos: si interesas al público de la ciudad, interesarás a los medios locales; si a estos, a los nacionales; si existe esa onda mediática, la industria querrá participar en el Festival; y si la industria nacional lo hace, también repercutirá en el contexto internacional.

· * Por tanto, debía conciliar esta exigencia con una propuesta que resultase renovadora y atenta a lo que en ese momento se estaba desarrollando en el mundo del cine. Entre otras cosas, darle al documental –que parecía confinado a la televisión– carta plena de naturaleza a través de la creación de la sección “Tiempo de Historia”, iniciativa seguida después por muchos certámenes. Otro tanto respecto a los cortometrajes, las series televisivas y al cine de animación, que se solía destinar solo a los niños, pero que a través de programas de obras de grandes autores del género, se demostraba que podían tener un alcance mucho mayor. Y abrir las puertas para cineastas desconocidos o semidesconocidos en España (Kiarostami, Egoyan, los Hermanos Dardenne, Eustache, Loach, Terence Davies, Mike Leigh, Guédiguian, Téchiné, Amelio, Moretti, Paskaljevic, Gitai y tantos otros) que no llegaban, o no lo hacían fluidamente, a los circuitos de exhibición. Al tiempo que cada año se revisaría la trayectoria completa de un cineasta español y, junto a los “nuevos autores” del panorama internacional también se proyectaría la filmografía íntegra de “clásicos”, en ocasiones no del todo conocidos o suficientemente “valorados” (Mankiewicz, Donen, Penn o Costa-Gavras, por citar algunos). En definitiva, abrir al máximo los caminos del cine contemporáneo, sin exclusión de ninguna película en razón de su género, su nacionalidad o su planteamiento estilístico o temático. Siempre guiados por lo que, en nuestra opinión, era de calidad contrastada y no sometido a una moda pasajera o a la conveniencia de programar algo para asegurarse la presencia de un determinado artista. Lo que considero fundamental en cualquier certamen.

 *   *Significaba una apuesta arriesgada, pero mi equipo y yo consideramos fundamental crear un esquema de programación sólido y que se mantuviera a lo largo del tiempo, aunque, lógicamente, cambiasen sus protagonistas. Porque lo fundamental de un Festival es que tenga una identidad propia, una personalidad definida, que se sepa “a lo que se va” cuando se acude a él. Así traté de mantenerlo en los veinte años en que lo dirigí, aunque siempre estando atento a las modulaciones que se producían edición tras edición.

·Si me planteo cuáles han sido los “signos de modernidad cinematográfica” en estas dos décadas (de 1984 a 2004) en que estuve al frente de Valladolid, creo poder resumirlas en estas siete:

·        -La transgresión que el cine contemporáneo ha realizado de las fronteras establecidas entre ficción y documental, hasta fusionarse en muchas ocasiones tanto en su acercamiento a un tema determinado como a la manera fílmica que viene tratado.

·   -El cuestionamiento que el autor hace de su propio trabajo, en un ejercicio de autorreflexión, de “espejo de sí mismo”, que tiene numerosas concomitancias por cuanto se plantea en otras facetas artísticas. Sin llegar a la complacencia o al metalenguaje, la necesidad de replantearse la función del autor en el mundo contemporáneo, su sentido y su valía.

·           - La crisis del sistema de representación habitual y, por tanto, la relación de la obra con el espectador.

·    - La apertura hacia otras formas de expresión que no fuesen las que conocemos como “eurocéntricas”, siempre limitadas al cine de nuestro entorno o, en todo caso, al norteamericano. De hecho, la Semana de Valladolid ha realzado con su Espiga de Oro durante mi periodo (y asegurado su distribución en España) a títulos como  “Sacrificio”, de Tarkovski, “Leolo”, de Lauzon, “Ju dou”, de Zang Yimou, “Sangre y oro”, de Jafar Panahi, o “Hierro 3”, de Kim-Ki-duk, por poner solo un quinteto de ejemplos.

·     - La necesidad de promover y defender el cine independiente allá donde se produzca, frente al dominio de las grandes multinacionales de la comunicación y de un gusto mayoritario ahormado por la continua presencia del lenguaje televisivo.

·     - La consideración, antes mencionada, de que el cine es un fenómeno completo y complejo, donde no deben existir nunca barreras institucionalizadas sobre qué géneros, estilos o nacionalidades deben ser las dominantes. Una especie de “globalización” del cine, en el buen sentido de la palabra.

·            -  En gran parte como lógica consecuencia de todo ello, la incesante modulación o incluso transformación del lenguaje cinematográfico que se ha ido viviendo a lo largo de estas dos décadas.

·    * Una última cuestión: ¿Responden los Festivales (españoles en concreto) a estos puntos que me parecen básicos, o muchos están atenazados por las ideas fijas del “glamour”, la alfombra roja, el “photo-call” y otras zarandajas? Conviene que cada uno se dé respuesta a ello, y podemos argumentarlo en el coloquio posterior.

·       * Pero quede claro que cualquier Festival que no esté atento a los cambios de todo tipo que experimenta el cine, que no sepa poner a los espectadores en relación con su “modernidad”, estará incumpliendo lo que debería constituir su regla máxima, su razón de ser. Que no es tan simple como enlazar unas cuantas películas y buscar la fácil repercusión en el público y los medios de comunicación.

    (Esquema de la intervención que, como "Testimonio", tuvo lugar en el Seminario "Crónica de un desencuentro: La recepción del cine moderno en España", celebrado en Valencia los días 26 y 27 de noviembre de 2015).

Queneau en el cine: "Zazie dans le Métro"



Si hay una novela casi imposible de adaptar al cine, es posiblemente “Zazie dans le Métro”, que Raymond Queneau publicase en 1959. Quizá porque no se trata en realidad de una novela, tal como solemos entender este género, sino de una serie de juegos sobre el lenguaje, de formas de desintegrarlo, de demostrar las radicales diferencias entre lo escrito de manera literaria y lo hablado por el común de la población. Pero, pese a la evidente dificultad de traducir todo ello en imágenes, Louis Malle y su coguionista Jean-Paul Rappeneau, decidieron emprender la tarea en cuanto conocieron el libro. Y solo al año siguiente de su edición, en 1960 nacía para el cine ‘Zazie dans le Métro’, tercer largometraje en solitario del realizador francés (había codirigido ‘El mundo del silencio’ con el comandante Cousteau), tras ‘Ascensor para el patíbulo’ y ‘Les amants’, y el primero que hiciese en color.

Intentó Malle una cierta ecuación entre dos lenguajes diferentes: hacer con las imágenes lo que Queneau había hecho con las palabras. Es decir, desplegar múltiples variaciones que rompieran los códigos habituales del lenguaje fílmico y que equivaliesen a los métodos empleados por el escritor sobre el lenguaje literario. Así, en la película reinaba la transgresión respecto a lo establecido y aceptado como norma. Planos acelerados o ralentizados, continuos cambios de eje, elipsis súbitas, deformaciones visuales por el empleo del gran angular, rupturas de la narración habitual… Casi como en un catálogo, esta sucesión de quiebros los vamos encontrando en ‘Zazie’-película, potenciados por un montaje vertiginoso y envueltos en un humor que se revela deudor tanto de Tati como del “slapstick” norteamericano a lo Mack Sennett, y que preludia el de carácter “pop” que ejemplificaría Richard Lester con sus ‘¡Qué noche la de aquel día!’ y ‘Help!’, con Los Beatles.

Lo explicaría muy bien el propio Malle en el libro autobiográfico que publicó la Semana de Cine de Valladolid en 1987 cuando, refiriéndose al “estilo atomizado” de ‘Zazie’, lo calificaba como “un ‘staccato’ lleno de efectos, de trucos, de guiños. La cámara hacía notar voluntariamente su presencia mediante cambios constantes de ritmo, de ángulos, de foco, que el montaje acentuaba. Era algo provocador, imaginativo, respondía bien al aspecto paródico de la novela, pero solo funcionaba una de cada dos veces. Cuántos efectos fallidos, cuántas intenciones que no llegaban a la pantalla… Yo era entonces demasiado sistemático. La película brillaba, sorprendía, pero le faltaba un auténtico ‘tempo’, una respiración natural”.


Pasado el tiempo, Malle veía de esta manera autocrítica su película. No es de extrañar porque pasado más tiempo, ya 55 años desde su realización, hoy ‘Zazie dans le Métro’ nos resulta un film que ha envejecido mal, lleno de recursos gratuitos, demasiado apegado a los “tics” de su momento. Paradójicamente, lo que mejor se conserva es un aspecto más “tradicional”: la configuración de su personaje protagonista, una Zazie de once años que sueña con viajar en el Metro parisino pero no lo logra porque está en huelga; o mejor, lo consigue pero no se entera porque, agotada al final de sus trepidantes aventuras en tan solo 36 horas, va plácidamente durmiendo. Una Zazie que nos asombra cuando, mirando a la cámara en el último plano, confiesa que siente que “ha envejecido” en ese tan breve viaje… Una Zazie unida a la inolvidable figura y pelo “a lo garçon” de Catherine Demongeot, que apenas continuaría su carrera cinematográfica para dedicarse después a la enseñanza de la economía y la informática.

Pese a las modificaciones que Malle y Rappeneau habían efectuado sobre su novela (como la supresión del narrador, la sola sugerencia de elementos homosexuales en la relación entre el tío Gabriel y su mujer o una cierta infantilización del personaje de Zazie), Queneau se mostró muy satisfecho de esta adaptación. También porque le abrió a la popularidad entre el gran público, después de que consiguiera el prestigio entre las “élites” con la que probablemente sea su obra maestra: “Ejercicios de estilo”, editada en 1947. Y, sin duda, porque pese a que sus dominios fueran los literarios, siempre estuvo fascinado por el mundo del cine. Pero no ya porque otras de sus novelas, como “Le Dimanche de la vie”, fueran asimismo llevadas a la pantalla, sino porque intervino directamente en la creación de diversos films.

'La Mort en ce jardin", de Luis Buñuel (1956)

De hecho, llegó a dirigir un cortometraje en 1950, ‘Le Lendemain’, por encargo de Henri Langlois, director de la Cinemateca Francesa. Y colaboró en los guiones de otros varios cortos, con especial resonancia en ‘Le chant du Styrène’, de Alain Resnais, que recogía la fabricación del plástico y para el que Queneau escribió un texto “en off” nada menos que en versos alejandrinos. Y, por lo que nos toca, debemos destacar que estuvo junto a Buñuel en el guion y los diálogos de ‘La Mort en ce jardin’, de rodaje muy dificultoso en México y film nada apreciado por su director. Aunque sí guardase un recuerdo cariñoso hacia Queneau, según manifestó en su día a José de la Colina y Tomás Pérez Turrent: “Era un hombre de talento. Se le ocurrían soluciones que sirven de ejemplo de lo que es buen diálogo cinematográfico. Queneau era un escritor excepcional, con mucho sentido del lenguaje hablado. Había sido surrealista, pero cuando yo ingresé en el movimiento, él ya no estaba. Lo conocí precisamente al hacer esta película. Como guionista no le atraían las escenas demasiado fuertes. A mí tampoco”.


Palabra de Don Luis.

(Publicado en "La sombra del ciprés", suplemento cultural de "El Norte de Castilla", de Valladolid, 21 de noviembre de 2015).

Guerin y las musas


José Luis Guerin

Con su triunfo en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, José Luis Guerin lograba algo inédito en las once ediciones anteriores del certamen: que una película española obtuviese el Giraldillo de Oro, máximo galardón de su Sección Oficial. Y lo ha conseguido con la excelente La academia de las musas, que supone una nueva muestra de su talento. Dentro de una línea muy reconocible en Guerin (recuérdese En construcción), ficción y realidad se confunden aquí, situando al espectador desde el comienzo en un cierto dilema: qué hay de documental y de invención en las imágenes que está contemplando, hasta que ya domina claramente el segundo concepto. Pero quizá mejor que nada convendría definir La academia de las musas como “un documental sobre una ficción”, porque su trama nace de la imaginación de su autor pero está rodada conforme a un cierto estilo documentalista. Puro Guerin.

Antes de seguir, conviene aclarar que no se trata de una errata el no acentuar su apellido; él mismo pide que así se haga ya que es de origen francés, aunque resulte casi inevitable –a estas alturas- añadir la tilde en la “i” final, sobre todo cuando hablamos. Sea como sea, Guerin es un autor absolutamente peculiar dentro de nuestro cine, con Víctor Erice como único parangón, alguien a quien cada vez se asemeja más, incluso en su manera de expresarse, de razonar sobre el hecho fílmico, de argumentar en torno a él. Realizador “guadiana”, de largos periodos entre película y película (la anterior, Guest, que recogía su periplo por numerosos festivales con En la ciudad de Silvia, es de 2010), aunque en medio se haya “carteado” con Jonas Mekas y creado varios montajes audiovisuales, en La academia de las musas hallamos al mejor y más sugerente Guerin. Pero no solo por esa fusión, por esa capacidad de transgresión de las fronteras entre ficción y documental, lo que constituye una característica fundamental del cine contemporáneo, sino por la elegancia de su puesta en escena, dominada por los diálogos en primer plano y donde no hace mella la limitación de recursos.

"La academia de las musas"


Los debates sobre “La Divina Comedia” y otros textos clásicos que lleva a cabo un profesor universitario con varias de sus alumnas, las reflexiones dialécticas sobre la poesía o el amor, el mundo de relaciones que se crean en el grupo y que van modificándose a medida que avanza el film, constituyen su razón de ser. Que podría parecer demasiado teórica, pero que no lo es porque tras la cámara se sitúa un cineasta con sensibilidad y dominio narrativo. Vencedor, en definitiva, de un XII Festival de Sevilla donde más que nuevos nombres hemos reencontrado a autores ya veteranos como Ermanno Olmi, Marco Bellocchio, Amos Gitai, Sharunas Bartas, Philippe Garrel, Paul Vecchiali o el propio Guerin. Los viejos rockeros nunca mueren.

(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre de 2015).

Sorprendente cine islandés


Hasta hace no demasiados años, programar una película islandesa en un festival parecía toda una rareza. De tiempo en tiempo llegaba alguna del “clásico” Fridrik Thor Fridriksson, cuyo Hijos de la naturaleza llegó a estar nominada a los Oscar en 1991. Posteriormente, ha sido Baltasar Kormákur el director de referencia desde 101 Réykjavik (2000), con una carrera posterior en Estados Unidos. Pero apenas nada más, salvo algún título aislado y colaboraciones con otros países escandinavos a la hora de una financiación conjunta. La escasa producción cinematográfica islandesa, de en torno a una decena de largometrajes, se corresponde con el limitado número de sus habitantes, que no llega a los 350.000 en un territorio como Portugal, pero deshabitado en buena parte por la cercanía polar y la afluencia de volcanes. Empleada con frecuencia por Hollywood como escenario de films de aventuras o de carácter épico, que logran una devolución de un 20% de lo invertido allí, Islandia tiene el porcentaje de asistencia a las salas mayor de toda Europa e incluso su cuota de mercado nacional suele ser, pese a esa citada escasa producción, algo superior al 10%.

"Sparrows", de Rúnar Rúnarsson, Concha de Oro

Por todo lo cual, sorprende positivamente que los dos principales festivales españoles, San Sebastián y Valladolid, hayan coincidido en otorgar este año sus máximos galardones a dos películas islandesas: la Concha de Oro para Sparrows, de Rúnar Rúnarsson, y la Espiga de Oro para Rams: El valle de los carneros, “opera prima” de Grímur Hákonarson. E incluso en el certamen vallisoletano también un intérprete islandés, Gunnar Jónsson, ha logrado el Premio al Mejor Actor por su excelente trabajo en otro notable film, Fúsi, de Dagur Kári. Obras muy valiosas, dotadas de un fuerte hálito humanista, una presencia determinante de la naturaleza, unos personajes certeramente diseñados y, en definitiva, unas imágenes sencillas pero de gran poder de comunicación emocional.

"Rams: El valle de los carneros", de Grímur Hákonarson, Espiga de Oro


¿Casualidad en estos triunfos? Quizá no tanta, sobre todo si se considera la importancia que el Estado islandés otorga a sus manifestaciones culturales. Tras el “crack” económico de 2008, del que Islandia salió con serie de medidas muy diferentes, e incluso opuestas, a las que se han aplicado en otros países europeos, se decidió no rebajar las aportaciones a las diversas artes, el cine entre ellas, al considerarse acertadamente que esos recortes irían contra el conjunto de la población, que no tenía por qué pagar los previos desmanes bancarios. Gracias a ello, todas las expresiones culturales han ido ganando terreno y se sienten apoyadas por los distintos Gobiernos de turno. Nada sucede por azar y si el cine islandés triunfa en los festivales, además de por el talento de sus autores, también se debe a esa decidida actitud de los poderes públicos. Todo un ejemplo.

(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre de 2015).

Recuperar a Kieslowski


Krzysztof Kieslowski

La Filmoteca de la Generalitat Valenciana está desarrollando un importante ciclo dedicado al cineasta polaco Krzysztof Kieslowski, uno de los grandes autores contemporáneos y de cuyo prematuro fallecimiento en 1996 se van a cumplir pronto los veinte años. Ya la pasada semana la sección “El huevo de Colón” de la Turia recomendaba esta muestra, comentada puntualmente por Antonio Lloréns en su página habitual “El rincón de la Filmo”. Pero conviene insistir en la oportunidad excepcional que supone encontrarse o reencontrarse con la obra de Kieslowski, un maestro aclamado en su momento por películas como La doble vida de Verónica (1991, la primera que realizó fuera de Polonia), su trilogía Tres colores: Azul, Blanco, Rojo (1993-94) o su serie televisiva Decálogo (1988-89), de la que extraería dos largometrajes: No matarás y No amarás.

Se le consideró entonces como uno de los máximos ejemplos de “cine de autor”, con un mundo propio y un estilo inconfundible donde se aunaban la sutileza, la ambigüedad y el carácter entre realista y poético de sus propuestas, siempre algo misteriosas. Sin embargo, y a consecuencia de las modas que tanto funcionan en el terreno cinematográfico, su estrella parece haber declinado de manera muy injusta, sustituido por otros “ídolos”. Por ello, urge recuperar a Kieslowski, aprender de él, de su amplia etapa documental y de sus trece largometrajes, además del citado Decálogo. Murió todavía joven, con apenas 55 años, pero dejando tras de sí una obra tan personal como sugerente y fructífera.


Coincidiendo con este ciclo, que se proyectará asimismo en diversas cinematecas, se ha publicado el libro “La doble vida de Krzysztof Kieslowski”, escrito por once críticos polacos y españoles y coordinado por Joanna Bardzinska, que han editado Donostia Kultura y Filmoteca Vasca. Sorprende al leerlo que, contrariamente a lo que sucede en muchos libros colectivos, todos los textos tienen similar interés y se unen de forma que se enriquecen unos a otros hasta formar un “corpus” coherente. Lo que habla muy bien del trabajo de quien los ha coordinado, ya provengan de publicaciones anteriores o especialmente escritos para la ocasión, caso de los firmados por César Ballester, Antonio Santamarina, Eduardo Rodríguez Merchán, Federico García Serrano y Julio Rodríguez Chico, por su orden de aparición en el volumen. Un instrumento desde ahora imprescindible para conocer la obra de Kieslowski y tener la satisfacción de profundizar en ella.


Solo falta que alguna editorial de nuestro país se decida a traducir y publicar “Kieslowski on Kieslowski”, una especie de “Mi último suspiro” buñueliano aplicado al autor polaco. Lo elaboró Danuta Stok sobre las conversaciones mantenidas con él entre 1991 y 1993, y sería la manera perfecta de recuperar a un cineasta cuya memoria nunca debería haberse debilitado.

(Publicado en "Turia" de Valencia, octubre de 2015).

Cuestión de género


Mesa Redonda de cineastas en el II Encuentro de Nuevos Autores. Foto: Felipe Fernández.

24 de octubre de 2000: El II Encuentro de Nuevos Autores reúne en la Semana de Valladolid a ocho cineastas mujeres: Icíar Bollaín, Patricia Ferreira, Yolanda García Serrano, Mónica Laguna, Eva Lesmes, Laura Mañá, Dolores Payás, Helena Taberna y Núria Villazán. A la mitad de la mesa redonda en que presentan sus ponencias, Icíar Bollaín se levanta de ella y no reaparece hasta pasado un buen rato. Como moderador de la mesa, le pregunto discretamente si es que se ha sentido mal. «No, no, en absoluto», me responde, «es que estaba dando de mamar a mi hijo». En ese momento entendí una de las claves de lo que diferenciaba a un cineasta de una cineasta…

Aquella fue una reunión muy significativa, donde se habló del difícil acceso a la profesión de todas y cada una de las participantes, pero también —y de manera muy destacada— de cuanto suponía ser mujer y directora en un contexto como el del cine español. La mayoría optó por defender la idea de que seguía habiendo discriminación y desigualdad a la hora de afrontar su trabajo, de que habían tenido que superar muchos más problemas que sus colegas hombres, que continuaba existiendo desconfianza por parte de los productores y el mundo audiovisual en general. Pero se terminó la mesa con un cierto hálito de optimismo: el hecho de que en la década de los 90 hubiese debutado una treintena de directoras en el cine español animaba a ello, después de tantos años en que la ‘nómina’ se redujo a Pilar Miró, Cecilia Bartolomé y Josefina Molina, sobre quien precisamente la Semana estaba desarrollando entonces un ciclo-homenaje, acompañado por el libro autobiográfico "Sentada en un rincón".

Fue una ocasión importante (si se me permite decirlo) aquel Encuentro: por primera vez, se juntaba un elenco tan amplio de las cineastas que habían empezado a demostrar su valía en nuestro cine, trazando un panorama definitorio de él y exponiendo una problemática que a todos, y no solo a ellas, afectaba. La serenidad, la firmeza y claridad de sus ideas dejaban bien patente que no se limitaban a la lógica reivindicación, sino que sus planteamientos debían y tenían que hacerse notar en el futuro. No llegaban a la profesión ‘por sus encantos’, sino dotadas de un sólido bagaje que les permitiría luchar en el futuro con sus colegas masculinos en una industria tan competitiva e incluso cruel como la audiovisual.

Tres años más tarde, el Festival de Málaga retomaba la antorcha, convocando otra mesa redonda que  —coordinada por Javier Angulo y bajo el título "Cine hecho por mujeres: Una forma distinta de ver el mundo"— reunió de nuevo a Icíar Bollaín y Laura Mañá, pero también a Isabel Coixet, Daniela Fejerman, Chus Gutiérrez e Inés París, quienes mantuvieron similares actitudes a las que se habían manifestado en Valladolid, con «una sinceridad, una valentía e incluso un apasionamiento» que recuerda bien Angulo. La mesa fue precedida y continuada por reuniones más informales, en las que fue germinando la idea de convocar a otras compañeras en Madrid para intentar algo conjunto que defendiera los intereses de todas. Y de esos y posteriores encuentros ya surgió CIMA, la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales, fundada en 2006 y que agrupa en la actualidad a más de doscientas socias, convertida en un muy influyente grupo que ha logrado una notable presencia en nuestro cine, a la hora de defender los intereses femeninos en, por ejemplo, la elaboración de normas legales o la denuncia de actuaciones que incumplen la vigente Ley de Igualdad.

De hecho, ya en su primera edición (1998) el Festival de Málaga había publicado el libro "La mitad del cielo. Directoras españolas de los años 90" (con edición a cargo de Carlos F. Heredero), donde, además de tres artículos teóricos, se recogían los testimonios de trece directoras. Entre ellos, el más resonante fue el de Icíar Bollaín, titulado sin rodeos ‘Cine con tetas’ y que comenzaba así: «La diferencia entre los hombres y las mujeres es que ellos son hombres y nosotras mujeres, básicamente. Ellos tienen cola, y nosotras no. Nosotras tenemos tetas, y ellos no. También tenemos más cintura, y ellos menos culo (algunos). Y aunque parezca muy obvio, cuando nos ponemos a hacer cine resulta que todo se complica, y entonces los medios de comunicación, es decir, los que cuentan (algo de) lo que pasa, se rascan la cabeza y nos preguntan, se preguntan: pero, ¿dos tetas ven lo mismo que el poco culo cuando miran por la cámara? ¿Se monta diferente una secuencia con la cola? ¿Qué le parece a la cintura la banda sonora? Dudas metafísicas, porque como todo el mundo sabe, no es lo mismo sentarse con un par de huevos entre las piernas que sin ellos, ya sea ante la moviola o en el Congreso de los Diputados…». Palabras directas, vive Dios.


Quince años después


60º Aniversario del Festival de Valladolid: La Semana plantea un espléndido ciclo titulado ‘Femenino singular’, cuya documentación figura tras este texto, con dieciséis películas pertenecientes a otras tantas directoras, cuatro de ellas españolas (Josefina Molina, Pilar Miró, Gracia Querejeta e Icíar Bollaín) y doce de diferentes nacionalidades: Andrea Arnold, Susanne Bier, Jane Campion, Doris Dörrie, Marion Hänsel, Agnieszka Holland, Deepa Mehta, Annette K. Olesen, Léa Pool, Sally Potter, Coline Serreau y Lone Scherfig. Todas ellas con la característica común de haber presentado sus films en el certamen y haber obtenido con ellos una fuerte resonancia, además de ser premiadas en numerosas ocasiones. Un panel de primerísima fila, al que todavía podían unirse otros nombres, como los de Margarethe von Trotta, Liv Ullmann, Naomi Kawase o Liliana Cavani. Porque la verdad es que Valladolid siempre ha sido un Festival donde no se ha ejercido ningún tipo de discriminación en función del sexo, tratando por igual a quienes estuviesen detrás de la cámara. En este sentido, cabe recordar que todavía en 1978 la citada Coline Serreau lograba por primera vez la Espiga de Oro para una mujer por su ¿Por qué no?, y que antes y después la alta participación femenina ha sido una de las señas de identidad de la Semana.

Pero lo que me interesa ahora es saber qué ha pasado en ese tiempo entre el Encuentro de Nuevos Autores de 2000 y esta muestra de 2015; qué ha sucedido en este arco temporal de quince años. Considero que lo que ha sucedido, tanto en el panorama español que antes he esbozado como en el más dinámico de carácter internacional, es que ya nadie se pregunta a estas alturas qué demonios hace una mujer dirigiendo una película, algo que todavía resultaba muy frecuente en el siglo pasado. En ese sentido, la situación se ha ‘normalizado’ socialmente, como tantas otras que afectan a la vida ciudadana y laboral del sexo femenino. Pero ‘normalización social’ no significa, en modo alguno, que no permanezcan arraigadas las injusticias y las diferencias en la profesión, hasta el punto de que la igualdad es un objetivo aún muy lejano.

Los números lo dicen bien a las claras. Según un estudio del Observatorio Europeo del Audiovisual, presentado el pasado año en Cannes, el porcentaje de directoras en todo el continente se situaba solo en un 16 por ciento, lo que muestra de forma nítida la desigualdad de la situación. Pero mucho peor estamos en España, con la mitad de ese porcentaje, cuando a la relativa ‘eclosión’ de los 90 ha sucedido un claro declive en la incorporación de las mujeres a las labores de dirección, y algo menos acusado en las de guion y producción. Dándose además la circunstancia de que muchas de las nuevas realizadoras lo hacen a través del documental, de costes financieros menos notables y, por tanto, de menor riesgo en la inversión.

Porque una constante del cine dirigido por mujeres es, en el contexto europeo y desde luego en el español, que casi siempre se les confían bajos presupuestos, por lo que tienen que echar mano de todo su talento y habilidad para, con menores recursos, competir de igual a igual con sus compañeros masculinos. Sigue dominando la desconfianza de que ellas sepan manejar una elevada cantidad de dinero y un equipo de un centenar de personas con la misma capacidad, conocimiento y dominio que ellos. Se suele decir que las mujeres prefieren las tramas intimistas, psicológicas o de relaciones humanas entre los personajes, pero habría que plantearse hasta qué punto eso no es consecuencia del tipo de relatos que deben afrontar con los reducidos presupuestos que manejan. Películas ‘grandes’ desde el punto de vista industrial o comercial difícilmente —salvo quizás en Estados Unidos en casos como el de Kathryn Bigelow— llevan firma de mujer.
El 'empoderamiento' de las cineastas

Pero vuelvo a formular la pregunta de qué ha sucedido en estos últimos quince años. Voy a resumirlo en una palabra muy querida por las feministas: ‘empoderamiento’. Las cineastas se han ‘empoderado’ de su papel dentro del mundo audiovisual donde lo que acaba contando realmente es el talento para expresarse en imágenes, provenga del sexo que provenga. No más complejos de inferioridad o actuaciones tímidas dentro de la profesión. Ya lo enunciaba muy bien Patricia Ferreira en el Encuentro de 2000: «Más allá de las reacciones machistas que todas hemos podido encontrar, más allá de desconfianzas basadas en nuestro sexo, hay fundamentalmente un factor que influye en esa dificultad. El factor de nuestra inseguridad, una inseguridad que nos lleva a no desear lo que realmente queremos, para evitar que nos lo nieguen. No nos atrevemos a decir en voz alta que queremos inventar, mandar, dirigir cine, porque demasiadas veces hemos visto la burla o el odio ante afirmaciones semejantes. No queremos sentirnos raras, diferentes, y dejamos pasar los años. Pero no queda otro remedio. Hay que vencer la inercia y ser audaces y perseguir lo que has elegido, sin ceder. Que nuestra presencia, constante, normalice la situación que no parece normalizarse a través de la racionalidad».

A esa ‘audacia’, a ese ‘no ceder’, a esa ‘normalización’, es a lo que cabe considerar ‘empoderamiento’. Es decir, la asunción de poder sobre las situaciones, sentirse capaz de abarcar la realidad y hacer frente a ella, dominar cuanto se necesita dominar para sentirse libres y con capacidad de transformación. Una fusión de voluntad e inteligencia que no es exclusiva de las mujeres; también han tenido que ejercerla otros sectores marginales, porque marginal ha sido —y sigue siendo en buena medida— la existencia femenina en el campo audiovisual. Menos perceptible en la actualidad, por fortuna, merced a ese ‘empoderamiento’ que crece día tras día.

De ahí quizá que las cineastas, siguiendo un camino que ya viene de atrás, se ‘atrevan’ tantas veces en sus películas con cuestiones que los cineastas no se lanzan a recorrer. En cuestiones sociales, políticas, sexuales o de pura interrelación personal suelen ser mucho más ‘osadas’, planteando a los espectadores una serie de interrogantes éticos y morales que atañen a su vida real. Probablemente, porque se han ejercitado en la superación de las dificultades y tienen ‘menos que perder’ a la hora de abordar determinados problemas. O, mejor, porque quieren responder, con un cierto desafío, a esa sociedad que tantas trabas les ha puesto para desarrollar su trabajo y no quieren andar con componendas o paños calientes.

Parte fundamental de ese enfoque de la realidad mucho más acerado es el tratamiento que ofrecen de los ‘roles’ femeninos. Desde luego, no en los términos habituales de mujeres sumisas y dolientes que se hallan sometidas al dominio de los hombres, sino reivindicando unos papeles que también se encuentran muy lejos de la ‘femme fatale’ que causa la destrucción de su compañero y amante o de la prostituta que habita con desmesurada frecuencia el ‘imaginario’ masculino. De hecho sus protagonistas, e incluso secundarias, femeninas acostumbran a ser mujeres que saben lo que quieren y buscan conseguirlo mediante la administración de una serie de recursos inteligentes, con un objetivo claro como punto final. No son personajes ‘casquivanos’, ‘caprichosos’, ni ‘atrabiliarios’. Son seres humanos, dotados de una sensibilidad bien trazada y de unos sentimientos concretos que no les impiden conocer cuál es su lugar en el mundo, cómo vivir la maternidad o afrontar la violencia machista, entre otros muchos aspectos. Y cómo relacionarse armónicamente con los demás, incluidas sus parejas (en el caso de que existan), con un sentido erótico y de las relaciones sexuales y familiares en el que predomina la igualdad, tan distinto a las que habitualmente ofrece el cine convencional.

Lejos de este enfoque se halla cualquier tipo de esquematismo: en las mejores películas de las cineastas —también las hay fallidas o mediocres, por supuesto—, las mujeres no son ‘las buenas’ por definición, como tampoco los hombres son ‘los malos’ por principio. Eso queda para las caricaturas del tema que estamos abordando, y si se ha dado en ocasiones, sería como respuesta elemental a los tópicos que predominaban en sentido contrario. Pero si nos fijamos en las películas que propone el ciclo de la Semana, veremos que en ellas lo que hay de común es, junto a ese atreverse a abordar temas no precisamente fáciles y la forma arriesgada de hacerlo, un tratamiento de los personajes femeninos muy sutil y diferente. O de los masculinos vistos bajo una mirada distinta, con frecuencia mucho más matizada y precisa, nacida de una óptica tan percutiente como conocedora de la verdad de las motivaciones humanas, ya sea en el contexto cercano o lejano en que estas se produzcan.
El género como identidad

Ello no debe llevar a pensar que el ‘cine de mujeres’ sea un género, a la manera en que lo entendemos en términos narrativos. No, el ‘cine de mujeres’ no es ni debe ser un género. Pero sí nace de una cuestión de género, del sexo femenino de quienes se hallan tras la cámara. Voces más autorizadas que yo han dejado constancia de ello: así, Barbara Zecchi, en su obra "Desenfocadas" (Icaria Editorial, 2014), afirma que «ignorar la diferencia de género corresponde a ignorar la discriminación que está en la base de esta diferencia». O la profesora María Castejón Leorza, que en su libro "Más fotogramas de género", editado por Siníndice este mismo 2015, señala que «el cine es una fuente privilegiada para el análisis de las construcciones de las identidades de género y las formas de relación entre estas porque permite, desde representaciones concretas de la realidad, diseccionar estas construcciones como no lo hacen las fuentes escritas, tendentes a la invisibilización. La categoría género aplicada al análisis de los discursos cinematográficos, por lo tanto, posibilita descodificar las relaciones de género que se construyen bajo unas determinadas claves de poder».

Volviendo a Barbara Zecchi, profesora en la Universidad de Massachusetts y una de las máximas especialistas en el tema, también merece tenerse en cuenta su valoración de que «la historia del cine ha ‘desenfocado’ la realidad femenina, al crear imágenes ficticias en la pantalla y, a la vez, borrar la presencia de la mujer detrás de la cámara». Razón de que se haya esforzado en rastrear esa ‘oculta presencia’ en las cinematografías de todo el mundo, demostrando que ni siquiera los nombres de numerosísimas cineastas que existieron han llegado hasta nosotros, con una decisiva proliferación en los albores del cinematógrafo, poco tiempo después de que fuese inventado.

Esa diferencia de género se traduce, por tanto, en un doble nivel: de un lado, la evidente del sexo de quien dirige el film y que puede prolongarse hacia quienes lo han escrito e incluso producido, de lo que se derivará —como ya hemos señalado— una mirada diferente sobre aquello que se narra. De otra parte, el tratamiento que se da a los personajes que, en el caso de las cineastas, suele huir, aunque no siempre, de los estereotipos femeninos creados por la mayoría de las películas y de las series de televisión. Luchar contra ellos se ha convertido en objetivo prioritario de las mujeres directoras en sus realizaciones y, consecuentemente, de las especialistas que, como las dos recién citadas u otras como Pilar Aguilar o Fátima Arranz (por mencionar solo a españolas) han teorizado sobre la cuestión.

Pero sería un grave error deducir de esta ‘cuestión de género’ cualquier signo de uniformidad. No es así, sino todo lo contrario: las obras de las cineastas se caracterizan precisamente por su diversidad, por revelarse como profundamente distintas unas de otras, ya sea en el tipo de historias elegido, el género narrativo en el que cabe inscribirlas, el estilo aplicado a ellas o hasta el carácter de investigación formal que en ocasiones aparece. En este aspecto de la variedad, no hay diferencias con las obras creadas por los directores. Cada film es consecuencia del espíritu de su autora o autor, en el caso de que se adscriban a esta acepción, o al de la industria cinematográfica o televisiva que los produce, que impone sus criterios por encima de la personalidad concreta de sus realizadores. Tampoco aquí valen demasiado los esquemas o las generalizaciones, porque cada título o es un prototipo creativo o pertenece directamente a una cadena de producción, tanto en el caso de que venga firmado por un hombre o una mujer.

Más pertinente, y en nombre de esa diversidad, es plantear la interconexión entre la realidad y la ficción, entre la vida y la obra, en el caso de ambos sexos. En un reciente artículo en ‘El País’, Juan José Millás lo resumía con claridad, y solo tendremos que trasladar su contenido desde la literatura al cine para valorar su significado: «La literatura y la vida son territorios autónomos, incluso cuando aceptemos en toda su extensión la idea de que la literatura es una metáfora de la realidad o no es nada. Como territorios autónomos, cada una tiene sus propias leyes. Así, la realidad es la comarca de lo contingente, entendiendo por contingente aquello que puede pasar o puede no pasar, sin que sea posible saber por qué pasa o no. En un texto literario, en cambio, todo lo que suceda debe ser necesario». Si en efecto la literatura o el cine son metáforas de la realidad, habrá que concluir que esas metáforas son muy distintas, e incluso contrapuestas, en el caso de las y los cineastas. Y si vamos a ‘lo contingente’ y ‘lo necesario’, no tenemos más remedio que recordar al alcalde de Amanece, que no es poco interpretado por Rafael Alonso, cuando los vecinos le aclamaban por ‘ser necesario’… Tan ‘necesario’ (es decir, que no ‘puede pasar o no pasar’) como que las mujeres prosigan aceleradamente por su camino de expresarse en imágenes ante la sociedad que las contempla y de y en la que han nacido.
'Femenino singular'

Por todo lo que antecede, los espectadores del ciclo ‘Femenino singular’, de la 60 Semana de Cine de Valladolid, tienen la ocasión privilegiada de constatar directamente este hecho de la autoría femenina y de la diversidad que acabo de mencionar. Domina, como no podía ser menos en la Semana, el cine europeo, con una especial presencia del danés por medio de Susanne Bier (Freud’s Leaving Home, 1991), Lone Scherfig (Wilbur se quiere suicidar, 2002) y Annette K. Olesen (Lille Soldat, 2008), que comparten un peculiar sentido del realismo en su enfoque pormenorizado de las relaciones humanas. Una cineasta más figura en el bloque español, compuesto por Josefina Molina (Función de noche, 1981), una película avanzada a su tiempo, un ‘docu-drama’ revelador; Pilar Miró (Werther, 1986), que actualizó la tragedia romántica de Goethe para realizarla entre sus etapas como directora general de Cine y de Televisión, y dos óperas primas: Una estación de paso, de Gracia Querejeta (1992), y Hola, ¿estás sola?, de Icíar Bollaín (1995), que marcarían su muy valiosa trayectoria posterior.

Dos cineastas inglesas aparecen en la selección, de estilo y características muy opuestas. Porque mientras en Cumbres borrascosas (2011) Andrea Arnold aplica una mirada casi naturalista a la novela clásica de Emily Brontë, diferenciándose nítidamente de otras adaptaciones anteriores, Sally Potter se introduce con Ginger & Rosa (2012) en el mundo de la adolescencia, situando su historia de compañerismo en el Londres de los primeros años 60. El sentido de la aventura exterior e interior siempre resulta patente en la filmografía de la belga Marion Hänsel, y así sucede en Entre dos mares - Li (1995); y aventura dramática también, pero de signo muy diverso, es Olivier, Olivier (1992), de la polaca Agnieszka Holland, donde asistimos a la transformación de un niño que había desaparecido a los nueve años. Nada que ver con el sentido agridulce de Cerezos en flor (2008), para la que la alemana Doris Dörrie parece haberse inspirado en aquellos maravillosos Cuentos de Tokio, de Yasujirō Ozu; ni con la abierta comedia sentimental sobre un ‘ménage à trois’ descrito por la francesa Coline Serreau en su segunda película, ¿Por qué no? (1977).

Marchando hacia latitudes más lejanas, encontraremos felizmente en Australia a Jane Campion, cuyo Un ángel en mi mesa (1990) traza de forma tan poética como implacable la difícil existencia de la escritora Janet Frame. Y en Canadá, tanto a Deepa Mehta, de origen indio pero emigrada a este país, que en Sam & Me (1991) aúna relato de amistad con ‘choque cultural’ entre sus comunidades de adopción y de nacimiento; como a Léa Pool, que vuelve a mostrar en Emporte-moi (1999) la extrema sensibilidad de la que siempre hace gala quien es, al tiempo, una excelente documentalista.

Pocas ocasiones habrá como la que ofrece la Semana de ver reunido tanto y tan diverso talento, por si hubiera necesidad de demostrar una vez más la creatividad de las mujeres detrás de la cámara. Hoy nadie en su sensato juicio se atreve a ponerla en cuestión, pero solo las cineastas saben hasta qué punto les ha resultado arduo conformar esta realidad diferente. Para llegar a la cual —cabe insistir de nuevo— nada les ha sido regalado, sino todo lo contrario, y pese a que todavía falta mucho para lograr el equilibrio en numerosos países, incluido España, donde la evolución de sus sociedades, de las que el cine siempre es producto y espejo, todavía no ha alcanzado ese umbral de justicia. La lucha continúa.


Sostenía Marco Ferreri que «el futuro es mujer», e incluso así tituló una de sus películas. Aunque siempre he sospechado que bajo esta frase, de apariencia generosa y positiva para el sexo femenino, se escondía una cierta aspiración machista: sí, el futuro será para las mujeres, pero mientras estemos en el presente, y siempre lo estamos, sigamos disfrutando del dominio de los hombres…

Las cineastas participantes en la Mesa Redonda de 2015. Foto: Leticia Pérez. 

(Texto publicado como introducción al programa del ciclo "Femenino singular" de la 60 Semana Internacional de Cine de Valladolid, octubre de 2015).