Queneau en el cine: "Zazie dans le Métro"



Si hay una novela casi imposible de adaptar al cine, es posiblemente “Zazie dans le Métro”, que Raymond Queneau publicase en 1959. Quizá porque no se trata en realidad de una novela, tal como solemos entender este género, sino de una serie de juegos sobre el lenguaje, de formas de desintegrarlo, de demostrar las radicales diferencias entre lo escrito de manera literaria y lo hablado por el común de la población. Pero, pese a la evidente dificultad de traducir todo ello en imágenes, Louis Malle y su coguionista Jean-Paul Rappeneau, decidieron emprender la tarea en cuanto conocieron el libro. Y solo al año siguiente de su edición, en 1960 nacía para el cine ‘Zazie dans le Métro’, tercer largometraje en solitario del realizador francés (había codirigido ‘El mundo del silencio’ con el comandante Cousteau), tras ‘Ascensor para el patíbulo’ y ‘Les amants’, y el primero que hiciese en color.

Intentó Malle una cierta ecuación entre dos lenguajes diferentes: hacer con las imágenes lo que Queneau había hecho con las palabras. Es decir, desplegar múltiples variaciones que rompieran los códigos habituales del lenguaje fílmico y que equivaliesen a los métodos empleados por el escritor sobre el lenguaje literario. Así, en la película reinaba la transgresión respecto a lo establecido y aceptado como norma. Planos acelerados o ralentizados, continuos cambios de eje, elipsis súbitas, deformaciones visuales por el empleo del gran angular, rupturas de la narración habitual… Casi como en un catálogo, esta sucesión de quiebros los vamos encontrando en ‘Zazie’-película, potenciados por un montaje vertiginoso y envueltos en un humor que se revela deudor tanto de Tati como del “slapstick” norteamericano a lo Mack Sennett, y que preludia el de carácter “pop” que ejemplificaría Richard Lester con sus ‘¡Qué noche la de aquel día!’ y ‘Help!’, con Los Beatles.

Lo explicaría muy bien el propio Malle en el libro autobiográfico que publicó la Semana de Cine de Valladolid en 1987 cuando, refiriéndose al “estilo atomizado” de ‘Zazie’, lo calificaba como “un ‘staccato’ lleno de efectos, de trucos, de guiños. La cámara hacía notar voluntariamente su presencia mediante cambios constantes de ritmo, de ángulos, de foco, que el montaje acentuaba. Era algo provocador, imaginativo, respondía bien al aspecto paródico de la novela, pero solo funcionaba una de cada dos veces. Cuántos efectos fallidos, cuántas intenciones que no llegaban a la pantalla… Yo era entonces demasiado sistemático. La película brillaba, sorprendía, pero le faltaba un auténtico ‘tempo’, una respiración natural”.


Pasado el tiempo, Malle veía de esta manera autocrítica su película. No es de extrañar porque pasado más tiempo, ya 55 años desde su realización, hoy ‘Zazie dans le Métro’ nos resulta un film que ha envejecido mal, lleno de recursos gratuitos, demasiado apegado a los “tics” de su momento. Paradójicamente, lo que mejor se conserva es un aspecto más “tradicional”: la configuración de su personaje protagonista, una Zazie de once años que sueña con viajar en el Metro parisino pero no lo logra porque está en huelga; o mejor, lo consigue pero no se entera porque, agotada al final de sus trepidantes aventuras en tan solo 36 horas, va plácidamente durmiendo. Una Zazie que nos asombra cuando, mirando a la cámara en el último plano, confiesa que siente que “ha envejecido” en ese tan breve viaje… Una Zazie unida a la inolvidable figura y pelo “a lo garçon” de Catherine Demongeot, que apenas continuaría su carrera cinematográfica para dedicarse después a la enseñanza de la economía y la informática.

Pese a las modificaciones que Malle y Rappeneau habían efectuado sobre su novela (como la supresión del narrador, la sola sugerencia de elementos homosexuales en la relación entre el tío Gabriel y su mujer o una cierta infantilización del personaje de Zazie), Queneau se mostró muy satisfecho de esta adaptación. También porque le abrió a la popularidad entre el gran público, después de que consiguiera el prestigio entre las “élites” con la que probablemente sea su obra maestra: “Ejercicios de estilo”, editada en 1947. Y, sin duda, porque pese a que sus dominios fueran los literarios, siempre estuvo fascinado por el mundo del cine. Pero no ya porque otras de sus novelas, como “Le Dimanche de la vie”, fueran asimismo llevadas a la pantalla, sino porque intervino directamente en la creación de diversos films.

'La Mort en ce jardin", de Luis Buñuel (1956)

De hecho, llegó a dirigir un cortometraje en 1950, ‘Le Lendemain’, por encargo de Henri Langlois, director de la Cinemateca Francesa. Y colaboró en los guiones de otros varios cortos, con especial resonancia en ‘Le chant du Styrène’, de Alain Resnais, que recogía la fabricación del plástico y para el que Queneau escribió un texto “en off” nada menos que en versos alejandrinos. Y, por lo que nos toca, debemos destacar que estuvo junto a Buñuel en el guion y los diálogos de ‘La Mort en ce jardin’, de rodaje muy dificultoso en México y film nada apreciado por su director. Aunque sí guardase un recuerdo cariñoso hacia Queneau, según manifestó en su día a José de la Colina y Tomás Pérez Turrent: “Era un hombre de talento. Se le ocurrían soluciones que sirven de ejemplo de lo que es buen diálogo cinematográfico. Queneau era un escritor excepcional, con mucho sentido del lenguaje hablado. Había sido surrealista, pero cuando yo ingresé en el movimiento, él ya no estaba. Lo conocí precisamente al hacer esta película. Como guionista no le atraían las escenas demasiado fuertes. A mí tampoco”.


Palabra de Don Luis.

(Publicado en "La sombra del ciprés", suplemento cultural de "El Norte de Castilla", de Valladolid, 21 de noviembre de 2015).

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