La vida es un continuo "streaming"



Lo dijo Jim Jarmusch en el pasado Festival de Cannes: “Me siento anticuado porque me gusta entrar en una sala oscura y disfrutar del cine. Las herramientas han cambiado, pero no la experiencia”. ¿A qué experiencia se refiere el autor de Paterson? A una, quizá irrepetible, de signo emotivo y sensorial que pertenece al ámbito de lo privado, aunque se produzca en un contexto comunitario. Muy cerca de esa postura, el también cineasta Sigfrid Monleón ha defendido que “el cine como arte, con una finalidad estética y un poder de pensamiento propios, necesita de la sala para la transmisión de su cultura específica”, porque “la atención concentrada y colectiva del cine promueve la satisfacción imaginaria del espectador”. Bellos pensamientos que pueden unirse al de la necesidad de “respirar” el cine de forma conjunta, como en una especie de religión laica, donde la divinidad viene expresada por la ligazón con unas imágenes que se expresan y nos expresan a todos los espectadores que nos sentamos ante una pantalla.

Pero la realidad va por otro lado, por mucho que nos pese a los cinéfilos inveterados. Cada vez con mayor frecuencia, el cine se ve –sobre todo, por parte de la gente más joven– a través de internet, en la pantalla del ordenador o aplicándolo a la del televisor. Ahí están los índices del consumo cinematográfico: mientras desciende la asistencia del público a las salas, aunque no en tanta medida como pregonan los apocalípticos, sube exponencialmente el que lo ve en pequeñas pantallas. Estamos pasando de los llamados “éxitos de taquilla” a los “éxitos de descargas”, sobre todo a las de carácter continuo que conocemos como “streaming”, que también se han incrementado notoriamente por la forma de contemplar ahora las series televisivas, como un todo y no esperando a conocer sus capítulos semana tras semana ante el aparato casero.

¿Es esto bueno o malo?, se preguntan quienes desean respuestas taxativas, como reduciendo el mundo al blanco y al negro. No, es un signo de los tiempos, del tránsito de una sociedad donde imperaban la contemplación colectiva y, por otro lado, el almacenamiento y conservación de aquello que nos causaba placer (ya fueran libros, discos o vídeos), a otro tipo de sociedad en la que prima el consumo inmediato, rápido, incluso fugaz. La vida, el mundo, son hoy un continuo “streaming”, por lo que a ello se ajusta la manera de contemplar cuanto llama nuestra atención. Para compensarlo, si las salas de cine todavía se mantienen activas no se debe ya solo a esa experiencia compartida en la oscuridad que antes citábamos, sino porque propician nuestra capacidad de ensimismamiento (pese a sentirse tantas veces distorsionada por las palomitas, los móviles encendidos o los comentarios en voz alta), de ser absorbidos con facilidad por la pantalla, algo que no suele ser posible en el ámbito doméstico, sujeto a interrupciones y distracciones varias.

Cierto es que la potencia del individualismo reinante y de eso que mal se llama “privacidad”, tiene todas las de ganar. Gracias a internet, puedo ver lo que quiero y cuando quiero en “mi” casa, con “mi” gente, con “mis” medios tecnológicos, y lo hago en el momento que más “me” apetezca, que más “me” convenga, sin atenerme a desplazamientos a lugares concretos, horarios determinados o demás coerciones a “mi” libertad personal. Basta con abonarme por poco dinero, unos 8 o 9 euros al mes, a una determinada plataforma (ya sea Netflix, Filmin, Wuaki o Mubi, y en un próximo futuro en España HBO y Amazon), por supuesto no hablo de pirateo, y tengo a mi disposición cuantas películas y series desee. Claro, no es lo mismo disfrutar de una de esas películas en, como ejemplo máximo, la Gran Sala Lumière del Festival de Cannes y verla en la pantalla de un ordenador, no digamos en un móvil, pero lo que ahí sale perdiendo es la belleza, amplitud y precisión audiovisual de un determinado film. “Poca cosa” si la comparo con “mi” libertad a la hora de consumirlo rápido, rápido, cuando me venga en gana, cómodamente en un “streaming” disponible a “mi” voluntad…

Pienso a menudo que el “streaming” es al visionado en una sala de cine como una fugaz relación sexual tras una noche de discoteca frente a una relación amorosa continuada. Aquella puede ser divertida e incluso apasionante en esa fugacidad, pero mayor será la pasión cuando viene acompañada de una estima especial hacia aquella persona con la que la compartes. Algo similar sucede con la experiencia cinematográfica, más intensa cuanto más prolongada es, porque se va enriqueciendo a medida que pasa el tiempo, siempre que no se caiga en la monotonía y el aburrimiento. Pero parece que el “ser tecnológico” que somos de lo que se ha aburrido es de la fidelidad, y lo que cuenta –aparte de la rapidez citada– es el consumo incesante, la variedad y hasta promiscuidad con que debemos compensar tantas carencias como nos ofrece nuestra insatisfactoria realidad.

¿Puede seguir siendo el cine en “streaming” esa fuente de conocimiento que fluya en todos los sentidos, como debe serlo una verdadera obra de arte contemplada y vivida de forma adecuada? Me lo cuestiono seriamente, y no quisiera pasar por ser un retrógrado que se resiste al progreso de la civilización, que ya hemos dicho que es hoy tecnológica por encima de cualquier otro concepto, que ha entrado definitivamente en la era de lo digital por encima de lo analógico, incluso en las cabinas de las salas de exhibición. Lo que me importa es cuánto denota del tipo de sociedad que hemos construido, donde nada parece merecer ser guardado ni conservado (de ahí, entre otras cuestiones, vienen los problemas de las cinematecas), donde solo priman los productos de usar y tirar, en una constatación global de que únicamente interesa y sirve lo más reciente e inmediato. Esa “urgencia de consumo” que motiva a los internautas compulsivos a ver con máxima celeridad los títulos que se estrenan, casi siempre, en una proporción superior al 87%, mediante descargas ilegales.

Pero, al tiempo, el cine y las series en internet nos permiten acceder a un patrimonio que, de otra forma, estaría reducido a las filmotecas o a ciclos en algunos festivales. Y, aunque todavía nos hallamos lejos de que una película lanzada directamente en la red, sin el apoyo previo de las salas, sea rentable, internet es el “refugio” al que pueden acogerse muchas obras consideradas “difíciles” o que no llegan a gran parte de la población en su exhibición comercial. En la tesitura de no verlas o hacerlo en “streaming”, no hay duda posible. Lo que planteo, en definitiva, es la “coexistencia pacífica” entre los cines –que ya no son los añejos de toda la vida– y las posibilidades difusoras de la red. Nada debería impedirlo.


Porque si cabe mantener que el “streaming” es el símbolo patente de una sociedad vertiginosa y superficial, también lo es de un tiempo que inevitablemente hemos de asumir para que logremos que sea nuestro.


(Publicado en "Caimán", nº 51, julio/agosto 2016).

Camilo José Cela, el escritor que pudo ser cineasta


Para muchos seguidores de Camilo José Cela, su presencia en las pantallas cinematográficas se limita a su aparición en La colmena, de Mario Camus, interpretando a Matías Martí, un “inventor de palabras” que se reúne con otros colegas en el café La Delicia durante la inmediata posguerra española. Como muestra de su actividad, regala a los contertulios su neologismo “bizcotur”, que define como “dícese de aquel que, sobre ser bizco y mal encarado, mira con aviesa intención. Puede usarse también como sustantivo”… Un personaje que, por cierto, no pertenece a la novela original de Cela en que el film se basa, sino a otra obra suya, El gallego y su cuadrilla, que José Luis Dibildos –productor, guionista y verdadero “factótum” de la película– rescató para esta adaptación.

Camilo José Cela, como el físico Loves de "El sótano", de Jaime de Mayora (1949).

Sin embargo, la vocación de actor de Cela venía de muy lejos, de los años 40, cuando solía unir esta labor con su trabajo en aquellos guiones en los que colaboraba, muchas veces solo como dialoguista. Sobre todo, en el caso de El sótano, realizada en 1949 por Jaime de Mayora, y donde el escritor interpretaba uno de los papeles principales: el del racionalista físico Loves que, mientras jugaba con el padre Ramón (Jesús Tordesillas) interminables partidas de ajedrez en el refugio donde se guarecían de los bombardeos aéreos sobre una ciudad anónima, debatía con él sobre la mismísima condición humana desde sus ópticas opuestas. Incluso Cela estuvo a punto de encarnar al protagonista, el periodista Juan Bell, que conduce todo el relato, pero finalmente este personaje quedó en manos de Eduardo Fajardo.

Película “maldita” donde los haya, de intenciones claramente pacifistas en un contexto que no lo favorecía, El sótano supone la mayor implicación personal de Cela con el cine. Trató en ella de ayudar a su amigo Jaime de Mayora, un falangista “hedillista” que tuvo que exiliarse temporalmente en Alemania a raíz de la caída en desgracia de esta tendencia dentro del Movimiento franquista. Cuando regresó a España, traía consigo un guion que Cela revisó cuidadosamente, en especial sus diálogos, y aceptó que se lanzase publicitariamente el film con su nombre como principal reclamo, merced a la popularidad adquirida tras la publicación en 1942 de La familia de Pascual Duarte. De nada sirvió, El sótano fue un rotundo fracaso comercial y Jaime de Mayora únicamente dirigió otra película, Noche de tormenta, que tampoco tuvo éxito, y el nombre de este cineasta donostiarra quedó en el olvido.

Realmente, es por amistad como Cela colabora en diversos títulos de estos años. Así sucedió también con Pío Ballesteros en dos ocasiones: en los diálogos de Consultaré a Mr. Brown (1946), film hoy perdido que supuso el primer contacto directo del novelista con el cine; y como actor en el papel de un adusto ayudante de cátedra con el que una alumna intenta ligar, en Facultad de Letras (1950), penoso ejemplo de exaltación del estudiante vago y caradura. Y algo similar con otros amigos de la época, Luis María Delgado y Fernando Fernán-Gómez (en su trabajo inicial tras la cámara), quienes en 1953 codirigieron Manicomio, una valiosa película donde Cela interpretaba a un loco que se creía un burro y daba coces durante medio minuto ante el estupor de la concurrencia. Por su parte, José María Elorrieta estuvo en el origen del proyecto de El cerco del diablo (1952), aunque no llegó a dirigir ninguno de los cuatro episodios que compusieron un film en cuyo guion colaboró el escritor pero que también está perdido en la actualidad, como lamentablemente sucede con tantos otros títulos de nuestro cine.

Fueron esos años, los transcurridos entre la mitad de la década de los 40 y los primeros 50, cuando la atracción de Cela por el cine se hizo más patente, en esa doble faceta de guionista y actor. Como confesaría en varias ocasiones, llegó a dudar entonces si debía enfocar su carrera hacia la literatura o hacia el cine, aunque ya había vivido el enorme impacto causado por La familia de Pascual Duarte y se hallaba en plena escritura de La colmena, publicada finalmente en Argentina en 1951. Incluso, a finales de esos años 40, Cela se planteó seriamente la posibilidad de dirigir la adaptación de su primera novela, después de que Rafael Gil no lograse llevarla a término; o la de realizar una película sobre “la soterrada y cautelosa sublevación de los extras en un rodaje, que no aflora a la superficie porque hay que comer todos los días”, o la de adaptar nada menos que La educación sentimental, de Gustave Flaubert.

No prosperaron esas ideas, como tampoco la de conformar una productora de la que él sería uno de los socios fundadores. Ni mucho menos la de poner en pie el muy surrealista guion, titulado Prometeo, que había escrito quizá más como ejercicio personal que con posibilidades reales de que se convirtiera en imágenes. A partir de 1953, justo cuando publica una de sus mejores novelas, Mrs. Caldwell habla con su hijo, Cela abandona ya sus veleidades cinematográficas (aparte de una muy divertida participación como él mismo en La insólita y gloriosa historia del cipote de Archidona, de Ramón Fernández, y su ya citada presencia en La colmena). Se terminaban aquellas aspiraciones que habían comenzado con los diálogos de Consultaré a Mr. Brown en 1946, el mismo año de ser nombrado –tras su conocida etapa de censor literario para poder sobrevivir en Madrid– jefe del Negociado de Cine-Clubes en la Subsecretaría de Educación Popular. Inclinado ya definitivamente hacia la literatura, Cela emprendería una carrera que culminará con el Premio Nobel de 1989.

En el rodaje de "La colmena" (1976): Mario Pardo, Francisco Rabal y Camilo José Cela.

Otra cosa son las adaptaciones de sus obras: dos, excelentes, se han llevado a cabo sobre sus principales novelas, las citadas La familia de Pascual Duarte y La colmena. Fallido el proyecto en varias ocasiones, hasta con directores extranjeros como el mexicano Benito Alazraki o el italiano Marco Bellocchio, finalmente Ricardo Franco logró llevar al cine en 1976 la primera de ellas (acortando el título), con producción de Elías Querejeta, quien intervino también en el guion junto a Emilio Martínez Lázaro y el propio Franco. En el 29 Festival de Cannes, donde Pascual Duarte tuvo una polémica acogida por la muerte real de dos animales, una perra y una mula, en las imágenes, el Premio al Mejor Actor fue para José Luis Gómez, que debutaba aquí delante de la cámara en un papel inicialmente pensado para Alfredo Landa. Mientras que la segunda adaptación, La colmena, obtenía el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1983, “ex-aequo” con el film británico Ascendancy, después de haber logrado un fuerte éxito en nuestro país. Hablando precisamente de estas dos adaptaciones, Cela manifestaría que “con que no se traicione el espíritu de la novela, yo me conformo. Y he tenido suerte, por ejemplo, en La colmena, desde el director, Mario Camus, a todos los actores”. En cuanto a Pascual Duarte, “me gustó menos. Creo que es inferior a La colmena como película, quizá porque se desvió más de la estructura de la obra literaria”.

También dos adaptaciones se han realizado con acierto de sus libros de viaje, en ambos casos para televisión: Viaje a la Alcarria, de Antonio Giménez-Rico (1975), dentro del espacio Los Libros, y Del Miño al Bidasoa, serie de cuatro capítulos dirigida por José Briz (1990), una y otra destinadas a la Segunda Cadena de TVE. A ellas debe sumarse el notable cortometraje documental Regreso a la Alcarria, de Tomás Cimadevilla, que fue nominado dentro de su categoría en la última edición de los Goya. Y sobre el escritor y su entorno se ha estrenado recientemente en la Casa del Lector, de Madrid, el documental de 127 minutos El recuerdo más cercano, promovido por la propia Fundación Charo y Camilo José Cela, un auténtico mosaico testimonial de vivencias.

En definitiva, esta es la historia de un escritor que pudo ser cineasta. No lo llegó a ser, pero siempre sintió una especial fascinación por el cine, y el cine le correspondió bebiendo de sus mejores obras. Aunque todavía quedan muchas por adaptar…* 


*Quienes deseen profundizar en las relaciones entre Cela y el cine, pueden consultar el volumen colectivo Las imágenes y el inventor de palabras. Camilo José Cela en el cine español, con edición de José Luis Castro de Paz y Jaime Pena, publicado por el Festival de Ourense en 2001 y del que he extraído diversos datos.


(Publicado en "Academia", revista de la Academia del Cine Español, nº 220, julio/agosto 2016).