El final de una época

"El último tango en París", de Bernardo Bertolucci (1972)


La muerte de Bertolucci no significa solo su desaparición física, esperada desde hace tiempo por su maltrecha salud, sino el final de toda una época cultural, la de los años 70. Fue el momento de los grandes debates en torno a un cine que, desde la izquierda, fuese capaz de llegar a amplios núcleos de espectadores. Las polémicas sobre El último tango en París, Novecento o La Luna eran continuas y arriscadas, había sectores enfrentados al máximo ante la obra del realizador italiano. Y no solo la suya, sino también la de otros autores, sobre todo de ese país y franceses e incluso españoles, frente a quienes había posiciones absolutamente opuestas. El cine estaba vivo y se discutía hasta la madrugada por un plano o una secuencia de Bertolucci o de Godard, de Pasolini o de Truffaut, sin dejar de lado a Saura o a Patino. Parecía que nos iba la vida en ello, que estábamos decidiendo nuestra posición en el mundo a base de las imágenes que estos directores habían ideado y nos proponían desde la pantalla. Todo eso ahora ha terminado.

Recuerdo, por ejemplo, cómo se denostaba la capacidad de Bertolucci para narrar un conflicto campesino en Novecento, dado que su origen en la burguesía acomodada lo “impedía” de manera radical… O de hasta qué punto subían las acusaciones de haberse vendido al “oro de Hollywood” por emplear a actores norteamericanos y ser producido o distribuido por compañías de Los Angeles… Contra tales “argumentos” nos levantábamos los defensores a ultranza de sus películas, que éramos sistemáticamente calificados de “posibilistas” y de mantenedores de la considerada tan sospechosa “ficción de izquierdas”, que englobaba para ellos un cúmulo de falsedades ideológicas y políticas, porque –estaba claro– nosotros no éramos suficientemente “revolucionarios”. Lo que, en cierta ocasión y escribiendo en concreto sobre el autor de El conformista, bajo el título de “Tragicomedia del traidor y del héroe” inspirado en La estrategia de la araña, resumí como el triple concepto que definía a los hostiles a Bertolucci: “El mecanicismo”, “El infantilismo” y “La contradicción”, aplicados a su obra.

"Novecento", de Bernardo Bertolucci (1976)

Otros tiempos, otras inquietudes, otras preocupaciones, probablemente a causa del anhelo de libertad y de un pluralismo que no se limitara solo al cine. Nada que ver con el hoy de un siglo XXI que anda por muy distintos derroteros y donde el cine ha dejado de ocupar ese papel protagonista que tuvo durante nuestra generación. Quizá estábamos “encerrados con un solo juguete”, que diría Juan Marsé, aunque la verdad es que no contábamos con muchos más a nuestro alcance. Pero tales debates, tales discrepancias, tales arrebatos fueron una herramienta bastante adecuada para lo que nos esperaba. Que ya no era Bertolucci o Pasolini versus Godard o Truffaut, ni “el cine de poesía” frente al “de prosa”, sino la Vida misma con mayúsculas.

(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2018).

Bernardo Bertolucci: La muerte de un gigante




Siempre pensé que Bernardo Bertolucci había hecho El último tango en París y Novecento “demasiado pronto”. Porque llegar a esas dos obras maestras con poco más de treinta años significaba que le quedaba mucho tiempo por delante, quizá excesivo, para igualar o superar tales cumbres cinematográficas. Sobre todo, porque las habían antecedido La estrategia de la araña y El conformista y continuado con La Luna, otros tres importantes films. Y todo en menos de una década, la de los 70, periodo de enorme riqueza creativa en el autor de Parma y que le haría merecedor de la máxima atención mundial. Aunque el triunfo masivo le llegase con El último emperador, ganadora de nueve Oscar en 1988 y un rotundo éxito de taquilla.

Hay cineastas, los mejores, que definen toda una época, todo un periodo de la sociedad, y Bertolucci estaba sin duda entre ellos, hasta situarse como la gran referencia fílmica del tercio final del siglo XX. Su capacidad para unir la historia individual y la Historia colectiva, su forma de abordar las crisis personales de unos personajes que respondían a un mundo convulso y problemático, sin cesar en su búsqueda de una identidad que les sirviera para protegerse de él, conformaron una trayectoria que destaca por su lucidez y su valentía. No es precisamente fácil llegar a los abismos amorosos que mostraba El último tango en París; no resulta sencillo trazar la historia popular que reflejaba Novecento, títulos que han conformado la memoria en imágenes de generaciones de espectadores.

Se ha dicho con insistencia que la obra de Bertolucci se movía entre Marx y Freud. No son malos referentes, pero no bastan: hay que añadir que lo hizo sin esquematismos fáciles ni cuadrículas mentales, sino desde una cierta ambigüedad donde la realidad no se revela tan clara ni tan patente, llegándose incluso a que un héroe fuese en verdad un traidor, como el padre de La estrategia de la araña; o que alguien como el Paul de Marlon Brando en El último tango en París se niegue a decir su nombre hasta que acaba suplicando pronunciarlo, o que el fascista de El conformista termine por renunciar a su utilitaria ideología y denunciar a un antiguo colega. Nada es tan lineal como parece, y así la “revolución” de Mayo del 68 puede vivirse, en Soñadores, desde la experiencia de un trío erótico; las arenas del Sahara de El cielo protector no ocultan una desesperada relación de burgueses occidentales, y un sótano compartido entre dos hermanastros sirve como universo claustrofóbico para ese difícil paso de la adolescencia a la juventud y ese rechazo de la familia que hallamos en Tú y yo, como conclusión de temas tan queridos por Bertolucci.

Sería esta, hace seis años, la última película del gran cineasta italiano, que tuvo que dirigirla postrado en la silla de ruedas en la que se desplazaba desde tiempo atrás, desde que su espalda fue degenerando. Igual que lo hicieron en sus últimas realizaciones ilustres colegas suyos, como Visconti, Huston o Ford. Un duro y triste desenlace para quien, en la plenitud de su vida, fue todo fuego, pasión y creencia en sí mismo y en su obra, como pudimos constatar quienes, de una u otra manera, le tratamos en alguna ocasión. Fuego y pasión que llevó a su cine de manera directa, siempre en busca de una intensa “emoción racional” por parte del espectador, al que además ofrecía una elaborada propuesta estética desde la luz, la música (especialmente, de Verdi) y la utilización del tiempo, los tres soportes en que basaba su poder de comunicación en la etapa de máxima madurez.

Como colofón a este texto de homenaje a Bertolucci, deseo reproducir unas palabras de la prestigiosa crítica norteamericana Pauline Kael, quien, con motivo del estreno de El último tango en París, no dudó en afirmar que “esta fecha puede convertirse en un jalón para la historia del cine, comparable a la del 29 de mayo de 1913 en la historia de la música, la noche en que se interpretó por primera vez “La consagración de la primavera”… Tan solo cuatro años después, llegarían Olmo y Alfredo, aquella pareja protagonista de Novecento, para ofrecernos una visión tan certera como profunda de lo que fue y significó la primera mitad del pasado siglo.

Genial Bernardo Bertolucci, un gigante de nuestro tiempo.

(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre-diciembre de 2018).

Tres horas

"Obra sin autor", de Florian Henckel von Donnersmarck


Cuatro de las principales películas de la Sección Oficial del 15 Festival de Cine Europeo de Sevilla duraban más de tres horas, o casi: El peral salvaje, de Nuri Bilge Ceylan (188 minutos), Obra sin autor, de Florian Henckel von Donnersmarck (también 188 minutos), Mektoub, My Love: Canto Uno, de Abdellatif Kechiche (175 minutos) y Atardecer, de László Nemes (142 minutos). Es decir, las últimas obras de dos ganadores de la Palma de Oro de Cannes (Bilge Ceylan con Sueño de invierno y Kechiche con La vida de Adèle) y de dos Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa (Von Donnersmarck con La vida de los otros y Nemes con El hijo de Saúl). Tras tales éxitos, cabe preguntarse por qué se lanzan a esas duraciones tan largas de sus relatos, que suponen un cierto desafío a los hábitos del espectador.

Una primera respuesta sería simplemente porque lo necesitan para desarrollar a fondo sus historias. Pero, vistos los films, la mayoría no precisaría de tanto tiempo para contarlas si hicieran uso de un recomendable sentido de la elipsis y la síntesis narrativa. También puede influir un cierto “endiosamiento” autoral, un saberse poseedor de un “status” privilegiado para no tener que someterse a los condicionamientos de otros colegas menos afamados. O que, dadas las múltiples aportaciones de organismos y entidades de diversos países a los que recurren para poner en pie sus películas, cubran mejor las expectativas con un producto fuera de norma que responda a ese “algo especial” que se ha financiado.

"Mektoub, My Love: Canto Uno", de Abdellatif Kechiche

Motivos varios capaces de influir en duraciones por encima de la estándar, que no es “per se” la mejor, pero es la que domina en un mercado que, aunque se le considere cultural, también tiene que cubrir unos objetivos mínimamente comerciales y competitivos. Por buenos que sean estos films, los distribuidores dudan mucho en adquirirlos por la sencilla causa de que los exhibidores se resisten a programarlos, al poder dar de ellos únicamente dos pases al día en vez de los cuatro, o al menos tres, habituales. ¿Qué esta es una razón espuria que no debería influir sobre un medio artístico como el cine? Posiblemente, pero así es la realidad, por áspera que parezca.

En Sevilla, el primer premio de su Palmarés no ha sido para ninguno de los títulos citados, sino para otro, ya visto en Cannes, de “solo” 110 minutos: Donbass, de Sergei Loznitsa, muy notable reconstrucción semidocumental de episodios reales sobre la situación en Ucrania. El mismo Loznitsa que estremece al recuperar en El Proceso la filmación de un típico juicio stalinista de 1930, mediante el que los principales dirigentes del llamado “Partido Industrial” fueron ejecutados o condenados a duras penas. Pero la cuestión es que ese presunto partido contrarrevolucionario ni siquiera existió, fue un invento de la KGB para llevar a cabo una de sus “purgas ejemplares”…

(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre de 2018).

Las dos caras de Bergman



En la muy reciente Semana de Cine de Valladolid (dentro de cuya Sección Oficial mis películas preferidas fueron las excelentes The Guilty, de Gustav Möller, y Utoya, 22 de julio, de Erik Poppe), se proyectaron dos documentales sobre la figura de Ingmar Bergman realizados con motivo del Centenario de su nacimiento: Bergman, su gran año, de Jane Magnusson, y Entendiendo a Ingmar Bergman, de Margarethe von Trotta. Ambos, recomendables por su distinto acercamiento al gran maestro sueco, pero, pese al mayor relieve de la directora alemana, bastante más convincente en el primer caso. Von Trotta comete el típico error de los cineastas famosos cuando buscan plasmar su admiración por un colega, que es acabar hablando más de sí mismos que del objeto de su atención. Mientras que Magnusson efectúa un humilde trabajo de investigación que, arrancando en 1957, año del triunfo internacional de El séptimo sello y del resonante montaje teatral de “Peer Gynt”, de Ibsen, va describiendo el resto de la trayectoria bergmaniana. Y también analizando su personalidad humana, terriblemente difícil, egocéntrica y a menudo despótica que desplegaba como reflejo de su inseguridad psicológica y su exigencia creativa.

Fueron, durante toda su vida, las dos caras del autor de Persona, que justo en esta película perfilaba el doble rostro de dos mujeres confrontadas y cuya identidad acaba confundiéndose (sin duda, Carlos Vermut se ha inspirado en este film para su Quién te cantará; aunque mejor que un joven director español se base en Bergman que en Tarantino…). Hombre odioso en muchas ocasiones y cineasta genial, Jane Magnusson lo muestra así y profundiza en esta ¿inevitable? contradicción, con una mirada nada hagiográfica que no oculta la fascinación inicial de Bergman por el nazismo, los problemas fiscales en su país que le hicieron emigrar a Alemania (aspecto tratado, lógicamente, con mayor detenimiento por Von Trotta) o la manera de trasladar a su cine, que siempre contenía altas dosis autobiográficas, conflictos familiares que más pertenecían a su hermano, a quien censuró en un programa televisivo cuando este lo señalaba. Pero todo se olvida al volver a ver –por poner un solo ejemplo– la declaración de supremo desamor que Gunnar Björnstrand lanza sobre Ingrid Thulin en Los comulgantes, una escena que sigue poniendo los pelos de punta al comprobar hasta qué punto llega la máxima humillación que un ser humano puede ejercer sobre otro a través de la palabra y del gesto.

Con motivo de la publicación de la primera parte, entre 1955 y 1974, de su imprescindible “Cuaderno de trabajo” o del magnífico ciclo exhibido por la Filmoteca valenciana, mucho y bien se ha escrito este año en Turia sobre Ingmar Bergman. Volverá a hacerse, por fortuna, cuando estos dos largometrajes documentales lleguen pronto a nuestras salas comerciales.


(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre de 2018).

El misterio del público


El Kursaal 1, en una de las ediciones del Festival de San Sebastián


¿Por qué se agolpa el público en los cines de los Festivales para ver incluso películas en principio poco atractivas y a horarios inusuales? Acaba de pasar en San Sebastián y en Sitges y en Valladolid; volverá a suceder, sin duda, en Sevilla o Gijón. Pero, ¿por qué cuando esas mismas películas, o solo las de mayor reclamo, llegan a las salas comerciales, atraen a un número escaso de espectadores? ¿Es la lógica del acontecimiento, tan presente en nuestros días, lo que motiva este comportamiento radicalmente distinto del público? ¿O hay otras razones que necesitan ser analizadas con detenimiento?

Me lo pregunto yo y se lo preguntan todos los sectores de la distribución y la exhibición cinematográficas en nuestro país. Quizá lo primero que haya que dilucidar es que no existe un solo público, que bajo la abstracción de ese nombre tan genérico se esconden muchos y diferentes públicos, cada uno de ellos con distintas preferencias y respuestas. De alguna manera, los múltiples espectadores de un Festival le otorgan su “voto de confianza” sobre todo aquello que les propone en su programación. Si la experiencia sobrevenida de años anteriores ha resultado positiva, especialmente en el caso de certámenes de larga trayectoria como los citados, esa confianza se renueva en cada ocasión y se incrementa, a no ser que se haya visto defraudada, como también ha ocurrido. Si “mi” Festival (es importante aquí el sentido de pertenencia) ha seleccionado algo para que yo lo vea, es que merece la pena conocerlo. Y me ofrece, además, precios habitualmente inferiores a los que luego me voy a encontrar en la cartelera.

Mientras que la exhibición comercial es una jungla competitiva a donde tratan de atraerme a base de reclamos publicitarios o de promoción. Muy debilitado el papel de la crítica, que podría y debería servir al público de orientación y guía, solo nos queda el “instinto”, el “olfato”, para pagar unos euros por tal o cual película y no por otra. Según estadísticas recientes, es la sinopsis de un film lo que más lleva al público a las salas, seguida por el nombre de actores y actrices, y –dentro de los núcleos más cinéfilos– el del director. Por supuesto, también cuenta entre nosotros el bombardeo incesante que efectúe una cadena de televisión que haya financiado la película, pero tal machaconería no funciona cada vez de la misma manera.

Siempre se ha dicho que el público es un misterio, que el que elija un título u otro responde a motivaciones bastante secretas del espectador. Pero esta enorme diferencia entre su comportamiento en los Festivales y el resto del año supone un fenómeno básicamente nuevo y del que tenemos que aprender. Ya se sabe que nadie posee la fórmula del éxito; si la hubiera en cine, como dijo aquel, serían los Bancos los primeros en producirlo…

(Publicado en "Turia" de Valencia, octubre de 2018).

"Roma" y "Cold War"


"Cold War", de Pawel Pawlikowski

Tiene razón Carlos Boyero cuando afirma que Roma y Cold War son las dos películas del año. Y quizá de varios años… Sobre la segunda ya hablé muy elogiosamente en Turia desde Cannes (de hecho, fue para mí el mejor film de la competición), destacando que “rodada en un espléndido blanco y negro y con formato cuadrado, esta preciosa historia de amor en tiempos hostiles conmueve por su sobriedad y apasionamiento, términos que en este caso no son antitéticos”. Ahora, cuando ya se ha estrenado en las salas españolas, es al crítico correspondiente de nuestra revista a quien le toca emitir su valoración sobre esta nueva obra del polaco Pawel Pawlikowski, el autor de Ida.

"Roma", de Alfonso Cuarón

En cuanto a Roma, acabo de verla en el Festival de San Sebastián, dentro de su sección Perlas, que recoge films destacados en otros certámenes previos, y estoy entusiasmado. Debo reconocer que hasta ahora no era demasiado “fan” de Alfonso Cuarón, pero su último trabajo me ha convencido plenamente. Venía a Donostia con la aureola de haber ganado el León de Oro en Venecia y ha justificado sin duda ese galardón. Sobre todo, porque logra algo que quizá solo el cine pueda ofrecernos: la creíble y convincente reconstrucción de un mundo que ya no existe. En este caso, el de México capital de la década de los 70, donde vive una familia de clase media adinerada que cuenta entre su servicio con una muchacha de origen indígena que lleva todo el manejo de la casa, y en especial el trato con los hijos. Confesadamente autobiográfica, Roma (nombre de la zona capitalina donde se desarrolla la película) es un prodigio cinematográfico de dos horas y cuarto, también en blanco y negro. Cálida, emotiva, preciosa estéticamente con un estilo donde dominan los planos-secuencia y los “travellings” laterales, posee ese algo casi indefinible que caracteriza las grandes películas, las que siempre quedan en el recuerdo.

Pero Roma está financiada por la plataforma digital Netflix, y de ahí viene el “problema”… Su política comercial es estrenar solo en “streaming” sus producciones, salvo en el país de origen, y no autorizar su proyección en salas de cine del resto del mundo. Algo que cabe entender desde el punto de vista empresarial, al contar con una cobertura de 190 millones de abonados en 130 países, a los que debe proporcionar “manjares” exclusivos, pero que resulta lamentable para el buen espectador. Supone un sacrilegio ver el film de Cuarón en un ordenador o un televisor, no digamos en un móvil. Necesita imperiosamente de la gran pantalla, con la imagen y sonido adecuados para disfrutar a fondo de ella, como lo hicimos en San Sebastián. Allí se conoció que la distribuidora A Contracorriente está intentado llegar a un acuerdo para que, al menos durante una temporada limitada, Roma pueda verse en nuestras salas antes o después de su paso por Netflix. Ojalá lo consiga.

(Publicado en "Turia" de Valencia, octubre de 2018).

Un cierto halo de tristeza

Texto para la presentación del libro "En busca del paraíso" (que recoge el guion del mismo título de Javier García-Mauriño y Carlos Taillefer), en la Librería Rafael Alberti el 4 de octubre de 2018.

Gerald Brenan y Gamel Woolsey

Acabamos de escuchar la lectura de las secuencias 5 y 6 del guion “En busca del paraíso”, en las magníficas interpretaciones de Amparo Climent y Juan Jesús Valverde, con las que hemos querido iniciar esta presentación. Secuencias de diálogos entre Gerald Brenan y Gamel Woolsey, que iniciaban así una relación amorosa que duraría 38 años y en la que se centra el guion de Javier García-Mauriño, sobre idea y argumento de Carlos Taillefer.

Siempre existe un cierto halo de tristeza cuando se publica el guion de una película que nunca llegó a hacerse. Es como un trabajo que queda a la mitad, truncado en su último objetivo, como testimonio de algo que pudo ser pero no se convirtió, lamentablemente, en realidad. Y eso que tenía muchas “papeletas” a su favor, desde que fuera apoyado por el Ministerio de Cultura en 1996 con una ayuda a su elaboración, que finalizaría nueve meses después. Pero el verdadero “parto” cinematográfico jamás tuvo lugar, aunque en ocasiones (como cuando Antonio Banderas, con su productora Green Moon, se interesó por el proyecto) pareció cerca de que se diera a luz.

Pese a la valía del guion, a la dimensión del gran hispanista Gerald Brenan (¿quién no recuerda “El laberinto español” o “Al sur de Granada”?, que llevase a la pantalla Fernando Colomo), al descubrimiento que habría supuesto de la figura y la poesía de Gamel Woolsey, a la recuperación de un universo peculiar como el de los intelectuales británicos fascinados por España, la verdad que es que tal proyecto se hallaba muy lejos de los parámetros industriales de nuestro cine. Probablemente, los ingleses si habrían hecho con él uno de esas buenos films de época que salpican su cinematografía; quizá hoy cabría recuperar el proyecto como una de esas series históricas con las que disfrutan tantos espectadores. Por fortuna, las Ediciones del Genal han tenido la plausible idea de sacarlo del cajón y convertirlo en libro, para que, al menos así, podamos conocerlo.

Tres son las líneas básicas de “En busca del paraíso”. Por un lado, esa historia de amor sostenida en el tiempo entre Brenan y Woolsey, que supuso para ambos un prolongado oasis de serenidad y paz después de sus tormentosas relaciones eróticas con otros dos destacados personajes del momento: la pintora Dora Carrington (que Emma Thompson encarnase en la película del mismo nombre, dirigida por Christopher Hampton) y el escritor Llewelyn Powys, que fueron, respectivamente, sus máximas pasiones. Y ello dentro de unas conductas ampliamente liberales desde el punto de vista sexual, como corresponde a grupos como el de Bloomsbury con el que, más o menos directamente, Brenan y Woolsey se relacionaban, en un contexto muy específico como el posterior a la hecatombe de la I Guerra Mundial.

En segundo término, el fortísimo contraste entre dos culturas tan alejadas en ese periodo como la británica y la española; o, más concretamente, la de un Sur español empobrecido y atávico, que primero solo Brenan y luego ya en compañía de Woolsey vivieron durante sus estancias en Yegen, un pueblecito de las Alpujarras granadinas, y luego en Churriana, muy cerca de Málaga. Contraste y conflicto que adquieren una trágica dimensión con el estallido de la Guerra Civil española, que la pareja sufriera y ella recogiese en su magnífico “El otro reino de la muerte”, llamado también “Málaga en llamas”, del que se encuentran claros ecos en “En busca del paraíso”.

Y, en tercer lugar, la reconstrucción de un modo de vida peculiar que ya no volvería a reproducirse. A través de una estructura narrativa en sucesivos “flash-backs” y de las voces de sus protagonistas, el guion logra ofrecernos esa perspectiva de un tiempo pasado, imposible de regresar a nuestros días. Nada más alejado de la historia relatada por “En busca del paraíso” como la globalización actual y la sociedad hiperconectada. Se deduce nítidamente de unas páginas que saben recrear con detalle y acierto un ámbito temporal que pertenece a un pasado ya irrecuperable. Y es en este sentir el transcurso del tiempo, el de un siglo XX convulso y apasionante, donde quizá hallamos una de las mayores virtudes del proyecto.
Quienes lo han logrado son dos antiguos compañeros de estudios, tareas y fatigas, como Carlos Taillefer (director y productor) y Javier García-Mauriño (guionista y autor teatral, con todo un Premio Lope de Vega a sus espaldas). Ellos mejor que yo van a hablar de su nonnata “En busca del paraíso”. No en una pantalla de cine, como hubiera sido deseable, sino entre los anaqueles de una librería tan querida como la Rafael Alberti. El libro ha triunfado, en esta ocasión, sobre el cine.        

¿Cuál es la mejor?


En la Expo de Bruselas de 1958, un Jurado internacional de 117 expertos decidió que El acorazado Potemkin era la mejor película realizada hasta ese momento. Después, otras iniciativas similares de entidades o revistas especializadas han dado como resultado la elección de Ciudadano Kane, Vértigo o El Padrino en cabeza de la lista… Han pasado ahora 60 años desde aquella consulta de la Expo y, aprovechando el aniversario, el diario “La Vanguardia” ha elaborado una encuesta entre casi una veintena de críticos españoles sobre su film preferido de las últimas seis décadas. Partiendo de la base de que el resultado de este tipo de listados es siempre gratuito y aleatorio, el resultado, recogido en un artículo de Astrid Meseguer, muestra una gran diversidad de títulos, como no podía ser de otra manera.

"2001, una odisea del espacio", de Stanley Kubrick (1968)

De hecho, entre los 19 que ofrecen sus respuestas, solo hay coincidencia en tres de ellos, que optan por 2001, mientras que uno más se inclina por otro título de Kubrick, La naranja mecánica. También se repite el nombre de Truffaut, pero con dos películas diferentes: Los 400 golpes y Las dos inglesas y el amor. Junto a ellas, el cine francés se halla muy citado, mediante À bout de souffle, de Godard; La maman et la putain, de Eustache, y Céline et Julie vont en bateau, de Rivette, con dominio de la Nouvelle Vague, además del documental Le fond de l’air est rouge, de Marker. En su conjunto, la producción norteamericana es la preferida, con El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford; Matar a un ruiseñor, de Mulligan; Con la muerte en los talones, de Hitchcock; El Padrino II, de Coppola; Chinatown, de Polanski; Blade Runner, de Scott, e incluso la tercera temporada de Twin Peaks, de Lynch. Mientras que Italia cuenta con dos títulos, Muerte en Venecia, de Visconti, y El bueno, el feo y el malo, de Leone. Nada de cine español, ni siquiera del maestro Buñuel.
"Muerte en Venecia", de Luchino Visconti (1971)

¿Por qué película votarían ustedes en esto que, ante todo, es un juego, un pasatiempo para cinéfilos? Se me ocurre que estaría bien que la Turia hiciese una encuesta similar –ampliándola a diez films, por ejemplo– y veríamos, seguro, la multiplicidad de preferencias de nuestros lectores. Para abrir boca, les voy a comunicar mi voto: yo soy quien ha optado por Muerte en Venecia… Lo hice ya en los lejanos tiempos de “Triunfo”, cuando la obra maestra de Visconti llegó a las pantallas, y lo renuevo ahora. El motivo de mi elección lo he sintetizado así en “La Vanguardia”: “Por fusionar diversas expresiones artísticas en busca de la máxima ambición del cine: conseguir el arte total. Y por abordar que la auténtica creación artística existe cuando se intenta ir ‘más allá’, aunque posiblemente ese ‘más allá’ sea siempre inalcanzable”. Es una autocita, lo aclaro, no sea que me vayan a acusar de plagio…

(Publicado en "Turia" de Valencia, septiembre de 2018).  

Paseo por el amor y la muerte

Texto para la presentación del libro "Tan poderoso como el amor", de César Antonio Molina, en la Librería Ocho y Medio, de Madrid, el 19 de septiembre de 2018.



En el Prólogo de “Tan poderoso como el amor”, César Antonio Molina acude a un verso de “El Cantar de los Cantares”, que establece que “es fuerte el amor como la muerte”. Y, efectivamente, desde ambos conceptos está estructurado todo su libro: el amor como factor humano que, en sus muy distintas vertientes, supone un dique frente al inevitable final. El amor nos hace libres y nos hace esclavos, nos da un sentido a la vida y nos la atormenta en numerosas ocasiones, nos va otorgando, en definitiva, un poder especial para confrontarnos al desenlace del que nadie escapa. Con un vector fundamental que gravita sobre estos dos elementos: el tiempo, que todo lo condiciona, lo acelera o lo retrasa, en un proceso continuo que va modificando tanto a uno como a otra, y que también constituye un elemento fundamental del volumen.

Es “Tan poderoso como el amor” el libro de un apasionado por el cine, pero también el de un poeta, y el de un filósofo, y el de un erudito, y –quizá por encima de todo– el de un romántico que cree realmente que “es fuerte el amor como la muerte”. Ya advierte César Antonio Molina de que “no es una antología de películas”, pero sí es un libro de cine, no solo como “excusa” o “pretexto”, sino como comprensión de que el buen cine es mucho más que un simple entretenimiento capaz de llenar unas cuantas horas. Porque una película puede, e incluso debe, dar origen a una serie de reflexiones no solo sobre la historia que acabamos de contemplar, sino sobre nosotros mismos, sobre quienes nos rodean y todo un entorno dentro del que vivimos en sociedad. Incluso ante un gran film, es posible quedarse con su superficie, con su pátina, con su “película” (en el sentido etimológico de la palabra), pero sería un desperdicio el no profundizarlo hasta su médula porque ello nos enriquecerá como personas. Sería una lástima desaprovechar el caudal de un arte tan enriquecedor, y quizá por ello César Antonio Molina conecta sus cien películas con el pensamiento de autores de todas las épocas con la pintura, la música y hasta con la mitología grecolatina, de la que bebe en numerosas ocasiones. Para formar algo así como un “corpus” multidisciplinar que conforma una clara “cultura humanística”.

He hablado de cien películas, pero son bastantes más a las que hace referencia “Tan poderoso como el amor”, al conectar (como en el caso de las de Chaplin o de Bergman) con la cinta “protagonista” mediante diversas referencias, al igual que sucede entre films de diversos directores. Pero ese centenar de breves capítulos deben degustarse de manera pausada, no uno detrás de otro como si fuera una novela, aunque cada entrada lleva también un resumen del contenido de la trama, lo que le lleva a pensar a su autor que es también “un libro de relatos”. Yo prefiero leerlos poco a poco, pensar sobre ellos y lo que les han motivado, porque, sobre todo, suponen una invitación a la reflexión e incluso a descubrir aspectos nuevos en un film.

En la que también entran títulos españoles que lo merecen, como “El sur”, de Víctor Erice; “Amantes”, de Vicente Aranda; “Los amantes del Círculo Polar”, de Julio Medem, y “La Academia de las Musas”, de José Luis Guerín. Aquellos que se acercan más al cine poético –como decía Rohmer– y con dimensión filosófica que César Antonio Molina ha propugnado siempre, lo mismo que sucede con obras de Kieslowski, Angelopoulos, Visconti, Truffaut o la maravillosa “Los muertos” (“Dublineses”), de John Huston, sobre el texto de Joyce. Comprendiendo desde “Camille” en 1921, todavía en el cine mudo, hasta “La correspondencia” en 2016. Un enorme arco temporal que “Tan poderoso como el amor” va recorriendo cronológicamente, pero siempre con esa triple idea amor/muerte/tiempo como núcleo de referencia. En una selección que podría ser otra, cierto (porque casi toda película contiene una historia de amor y, a menudo, de muerte, dentro de un arte del tiempo como es el cine), pero que resulta perfectamente válida.

César Antonio Molina

Cada uno, de forma particular, puede tener sus preferencias por aquel o este capítulo o entrada. Yo no voy a “descubrir” los míos; se lo dejo al placer de cada lector de “Tan poderoso como el amor”. Tampoco descubriré la película que, más allá de reparos puntuales sobre otras, es la única de las elegidas sobre la que César Antonio Molina muestra su disconformidad, igual que con el cineasta que la ha creado. Descúbranlo y descubran todo el libro por ustedes mismos, se lo recomiendo, dentro de esta “meditación filosófica” en la que su autor, con un optimismo romántico que le honra, confiesa “optar claramente por el amor frente a la muerte”. Nada más y nada menos.


Sobre Julio Diamante y su "Tiempo de amor"


Texto dicho en la sede de Filmoteca Española, Cine Doré, el 5 de septiembre de 2018, dentro del ciclo dedicado a Julio Diamante.




Dado que, en la inauguración del ciclo dedicado a Julio Diamante, Carlos Heredero ya hizo el pasado domingo un detallado recorrido por la vida y obra del cineasta, no insistiré en datos ya mencionados, sobre todo porque muchos de los asistentes a aquella sesión están también hoy con nosotros.

Pero eso no impide que ratifique mi convencimiento de que su obra global es la de un verdadero humanista: cine, televisión, teatro, el flamenco, el jazz, el ensayo y hasta la poesía, además de la creación de un Festival tan determinante como el de Benalmádena, se han beneficiado de la labor de alguien que ha ido pasando con fluidez de un campo a otro, sin obviar por ello una labor cívica y política de primer orden y que nunca le ha resultado ajena.

Primer episodio de "Tiempo de amor": 'El atardecer'

Ciñéndonos al campo cinematográfico, quiero destacar tres aspectos que considero fundamentales a la hora de valorar el trabajo de Julio Diamante durante décadas. En primer término, su acercamiento a la crucial “cuestión del realismo”. Ya desde sus cortometrajes y sus montajes teatrales, practicó lo que autodefinió como “realismo expresionista”; es decir, una cierta exacerbación estilística de los componentes ofrecidos por la realidad para que esta quedase más patente. De ahí pasaría, en la década de los sesenta, a un “realismo crítico” muy en consonancia con las tendencias ideológicas y culturales del momento, concretamente en España. Para desembocar en un cierto eclecticismo que otorgaba a la metáfora, la ironía y el humor (ya presentes, de todas formas, en “Los que no fuimos a la guerra”) un papel significativo en la aproximación a la realidad que siempre ha sido su guía.

Otro componente básico de la trayectoria de Julio Diamante es ese compromiso con su tiempo que se expresa tanto en buena parte de su cine como en su actividad civil y política. Pertenece él a una generación, la de los “niños de la guerra”, que se tuvo que endurecer durante una posguerra interminable y “muy obscena” (en palabras de Rafael Azcona) a base de una lucha donde el optimismo histórico resultaba fundamental. No de otra manera se podían combatir los embates del franquismo y poder pensar, racional y emotivamente, en un país mejor, donde el viento de la democracia barriera las basuras de la dictadura. Optimismo que, de forma explícita o a través de unos márgenes y un cauce hacia la esperanza, se halla presente en la obra de Diamante.

Y, en tercer lugar, una atención especial hacia los seres humanos de su tiempo, a quienes critica a menudo pero siempre desde una clara empatía con sus problemáticas, sus debilidades y sus carencias. En cierta manera, Diamante contempla a sus personajes desde una inocencia fundacional, como eximiéndoles de ese “pecado original” que parece lastrar sus decisiones a partir de un nacimiento culpable por definición. Lo que, creativamente, se traduce en un sentido de la dirección de actrices y actores (ellas, de manera fundamental) repleto de dominio y sensibilidad. Si resultan tan creíbles en sus interpretaciones es porque se percibe que Diamante los ha cuidado al máximo, sorteando incluso algunas imposiciones de una industria que no siempre le entendió y que se convirtió demasiadas veces en una barrera para sus proyectos, también abortados por una censura impenitente. No por casualidad, él fue profesor de Interpretación en la Escuela de Cine e incluso ha hecho varias intervenciones como actor, la última en los “Esperpentos” dirigidos por José Luis García Sánchez.

Segundo episodio de "Tiempo de amor": 'La noche'

Protagonista de una calle y una estatua en su Cádiz natal (caso creo que único para un cineasta español), solo quien mantuviera a ultranza ese optimismo que antes citaba sería capaz de poner en pie y mantener en alza durante dieciocho años un Festival tan definitorio como la Semana de Cine de Autor de Benalmádena. También Carlos Heredero hizo cumplido resumen de ello en su presentación del pasado domingo. Baste subrayar que ha sido, en tiempos de penuria cultural, política y económica, el certamen más influyente de cuantos se han organizado en España, tanto por su arriesgado esquema de programación como por la espléndida pléyade de películas y cineastas que aportó a nuestro país, y, sobre todo, por la valentía de afrontar las múltiples y casi insuperables obstáculos que se le ponían desde las instancias gubernativas. De la experiencia de Benalmádena aprendimos tanto los que, temprano o tarde, nos dedicamos a una labor similar, en mi caso en Valladolid. Quizá pueda quedar como símbolo suficiente que la muerte de Franco acaeció durante la celebración del Festival de Benalmádena de 1975, con la estricta obligación de parar todas las actividades durante los tres días de luto oficial… Como si un sinfín de imágenes reprimidas por el poder actuara sobre la Historia, el fin del dictador fue algo así como una insólita “sesión especial” del certamen, que ya Julio definiese como “una plataforma para la libertad de expresión”.

Tercer episodio de "Tiempo de amor": 'La mañana'

Centrémonos, para terminar, en “Tiempo de amor”, a la que particularmente considero la mejor obra de su autor. A través de sus tres episodios, “El atardecer”, “La noche” y “La mañana”, supone ante todo un escalofriante reflejo de la condición de la mujer en la España franquista, concretamente en la década de los 60. Elvira, María y Pilar (magníficamente interpretadas por Julia Gutiérrez Caba, Enriqueta Carballeira y Lina Canalejas; recuérdese lo que decíamos antes sobre la dirección de actrices y actores) encarnan otros tantos retratos de mujeres en una época de represión, acoso y frustración, que se enmarcaban en el “realismo crítico” practicado en ese momento por su autor y que contaba con el apoyo del excelente guion de Elena Sáez. Presentada en la IX Semana Internacional de Cine de Valladolid, un Festival nunca fácil para el cine español, “Tiempo de amor” fue –en opinión de la mayoría– su “vencedora moral”, aunque tuvo que conformarse con la Carabela de Plata al Mejor Film de Habla Hispana, y reconocimientos varios por parte de la Fipresci, la Federación de Cine-Clubs y el CEC. Quizá como tardía compensación a esa Espiga de Oro fallida, muchos años después, al elegirse las diez mejores películas españolas que habían concurrido en el Festival de Valladolid, “Tiempo de amor” sería una de las elegidas.


No voy a entrar en más detalles del film porque van a verlo ustedes dentro de unos minutos. Solo destacar que ese mismo 1964 en que “Tiempo de amor” surgió a la luz, lo hicieron otros dos títulos fundamentales de nuestro cine, como “El extraño viaje” o “La tía Tula”, precedidos el año anterior por “El mundo sigue”, “El verdugo” o “Del rosa… al amarillo”, y seguidos en los siguientes por “La caza”, “Nueve cartas a Berta” o “La busca”. Palabras mayores. Es el periodo decisivo del “Nuevo Cine Español”, aunque no solo de él, dentro de una década fundamental en la trayectoria histórica de nuestra cinematografía. Julio Diamante y su “Tiempo de amor” pertenecen por derecho propio y en primera fila a ese momento tan valioso. En el que –pese a las trabas censoriales contra este “rojo peligroso”, como era considerado por los jerifaltes franquistas– el cine fue aquel “hecho de cultura”, aquel “instrumento de libertad”, por los que Julio ha luchado toda su vida.

El Quijote: Variaciones sobre un mito


Texto incluido en el Catálogo de la Exposición "Cervantes. En la cinta del tiempo", organizada en el Museo Casa Natal de Cervantes, de Alcalá de Henares, entre el 26 de mayo y el 18 de noviembre de 2018.



Conviene partir de la base de que El Quijote no es tanto una novela como un mito, probablemente el único que ha dado la literatura española junto a Don Juan, aunque algunos autores incluyan también a la Celestina y al Lazarillo de Tormes. El mito es algo que se configura por encima de su propia existencia: un personaje o entidad de ficción que, a través de su pervivencia en el tiempo y su expansión en el espacio, logra dimensiones de universalidad y se constituye en punto de referencia donde convergen una serie de constantes humanas, por lo que alcanza categoría de símbolo. Por ello, no deberíamos hablar de adaptaciones del Quijote –como si se tratara de un relato más–, sino de variaciones, reflexiones o formas de comprenderlo. Al menos en aquellas películas que han aportado un cierto empeño creativo, antes que la fidelidad al texto de Cervantes o su estricto seguimiento, lo que importa es comprobar en qué medida cada autor ha enriquecido tal nivel mitológico.


Desde luego, todo parece indicar que ello no se produjo en la decena de ocasiones en que el Caballero de la Triste Figura accedió a la pantalla durante el periodo del cine mudo. Desde 1902, en que Ferdinand Zecca y Lucien Nonguet filmaron para la productora francesa Pathé una cinta de 430 metros bajo el título Don Quichotte, se repetirán en estas obras mudas diversas características comunes:
-Se trata de películas de muy escasa duración, que se limitan a elaborar algunos “cuadros” para recordar al espectador las situaciones más típicas de la novela, sin ningún intento de recrear en imágenes su trama o de profundizar en sus personajes.
-Pertenecen o bien a la tendencia del Film d’Art, que intentaba dignificar el espectáculo de barracón de feria recurriendo a obras literarias de prestigio, o bien a una línea cómica con la exclusiva pretensión del lucimiento de sus principales intérpretes, habitualmente extraídos de los medios teatrales o del “music-hall”.
-No se preocupan en absoluto de que la ambientación o el diseño de los personajes respondan mínimamente a los descritos por Cervantes, hasta el punto de utilizar ámbitos geográficos, vestuarios o tipologías en abierta contradicción con los originales.
-Resultan de una gran pobreza cinematográfica, pese a estar avaladas por nombres como el citado Zecca, Méliès (1908) o Griffith, aunque este último sólo en su faceta de productor para la versión norteamericana de 1915, dirigida por Edward Dillon.
Dado que la mayoría de estas películas no se conserva actualmente, debemos fiarnos de los comentarios de quienes sí pudieron verlas. Como ejemplo de ellos, valgan las palabras con que, a propósito de otro Don Quichotte francés, el realizado por Camille de Morlhon en 1912, Andrés Pérez de la Motta (Film-Omeno) protestaba en Arte y Cinematografía, la primera revista especializada que hubo en España, de “los lugares falsos, los tipos mal estudiados, los cuadros de ningún valor positivo, resaltando que ni hay belleza moral, ni sabemos a qué viene Don Quijote en la película”. Un tipo de juicios del que no se libraría siquiera el único ejemplo de adaptación realizada en nuestro país dentro del cine mudo: la que en 1908 efectuó Narciso Cuyás para su productora Iris Films, de Barcelona, y que únicamente contaba con 250 metros. Ni el Don Chisciotte de la firma italiana Cines, dos años después, ni el Don Quixote del británico Maurice Elvey, en 1923, merecieron una consideración más favorable por parte de los críticos del momento.

El Quijote realizado por el danés Lau Lauritzen

Sí la tuvo, paradójicamente, la versión que en principio parecía un puro vehículo de lucimiento para la pareja cómica danesa Carl Schenström y Harald Madsen, conocidos en su país como Fly y Bi y en España como Pat y Patachón, primera muestra del esquema cinematográfico del “gordo y el flaco”, que ellos quisieron acoplar a los personajes de Alonso Quijano y Sancho Panza. Quizá porque tras la cámara había un buen director como Lau Lauritzen, quizá porque se rodó en España con parte del equipo técnico y artístico contratado aquí, quizá porque Schenström y Madsen querían elevar un poco su registro excesivamente bufo, lo cierto es que Don Quixote af Mancha se aleja un tanto de las constantes negativas que citábamos como características de las versiones de la etapa muda.


Pero, sin duda, El Quijote necesitaba de la palabra. La encontró en 1933, cuando el actor y cantante Feodor Chaliapin –máxima figura del cine ruso prerrevolucionario, exiliado en Francialogró poner en pie su proyecto de personificar en la pantalla al inmortal caballero andante. Confió para ello en un cineasta austríaco de notable valía, Georg Wilhelm Pabst, y en la adaptación elaborada por Paul Morand, antiguo secretario de la Embajada de Francia en Madrid, a lo que se iban a añadir canciones compuestas por Maurice Ravel pero que, finalmente y por desacuerdos con la productora, firmaría un músico mucho menos inspirado como Jacques Ibert. De ahí nació la primera obra con pretensión creativa que se filmó sobre El Quijote, la única hasta el momento en explorar el nivel mitológico que decíamos al comienzo, tratando de aportar una visión personal y diferente al original literario.
De hecho, Pabst no intenta simplemente adaptar el texto de Cervantes, sino recrearlo desde unas perspectivas estéticas y, sobre todo, plásticas. Sin embargo, y pese al prestigio que el film logró en su tiempo y que en buena parte mantiene hasta nuestros días, lo cierto es que tal recreación resulta más que discutible, cuando no plenamente equivocada. Para su decisiva propuesta plástica, Pabst se muestra demasiado deudor de los pintores flamencos, que nada tienen que ver con el mundo de Don Quijote; para su replanteamiento temático, el autor de La caja de Pandora concede a la Inquisición un papel excesivo, que juega tanto en el palacio de los Duques –centro de un desmesurado segmento de la acción– como a la hora de la quema de los libros del Hidalgo; para cumplir su deseo de explotar la posibilidades recién adquiridas por el medio, el cineasta recurre a canciones que nada aportan, al tiempo que no puede librarse de la “pesantez” todavía inherente al uso de la cámara sonora, que se obstina en pasear por decorados erróneos.
Queda, sí, de este Don Quichotte, un prometedor uso de dibujos animados en los títulos de crédito, así como unos intensos últimos veinte minutos, desde el enfrentamiento con los molinos de viento (que Pabst convierte en la postrera aventura del Caballero, siendo el primer realizador que le hace girar varias veces enganchado en las aspas) hasta el bello plano final, con el libro de Cervantes que renace de las cenizas de otros muchos de caballerías, una vez muerto Alonso Quijano. Que este sea armado caballero en una representación teatral del Amadís de Gaula, que desde el principio vaya en compañía de Sancho Panza, que la Sobrina sea novia del bachiller Sansón Carrasco…, parecen variaciones secundarias cuando de una recreación se trata. Lo curioso es que tantaslicencias” como las descritas no provocaran durante las décadas posteriores la animadversión de los críticos franquistas, que elogiaron con entusiasmo el trabajo de Pabst, seguramente como tributo de reconocimiento por haber colaborado con el nazismo y no alejarse de Hitler, como hicieron la casi totalidad de sus mejores colegas.

El Quijote de Grigori Kozintsev, que se filmase en la Unión Soviética 

Pero la influencia de este Quijote “centroeuropeo” da idea el que, saltando en el tiempo veinticuatro años y desde unos parámetros radicalmente distintos, Grigori Kozintsev se inspirara evidentemente en él para su versión, hasta el punto de que uno piensa que en vez de prepararla leyendo la novela de Cervantes, lo hizo viendo el film de Pabst. Muchas de sus soluciones narrativas son idénticas, por lo que no vale la pena insistir en ellas, aunque en el terreno plástico el cineasta ucraniano cuente con el color, recurra preferentemente a Daumier y El Greco –con insertos de las pinturas negras de Goya en la secuencia de los molinos, y se beneficie del trabajo de ambientación de un gran escultor español, Alberto Sánchez, exiliado en la Unión Soviética tras nuestra Guerra Civil.
Encomiable en sus esfuerzos de recreación de un mundo lejano, con el notable trabajo de Nikolai Cherkasov (que fuese, con Eisenstein, Alexander Nevski e Iván el Terrible) en el papel protagonista, el Don Quijote de Kozintsev ofrece por primera vez en la pantalla pasajes importantes de la obra, como el del niño pastor a quien defiende el Hidalgo, causando involuntariamente su posterior desgracia, o la aventura que motivó que el Caballero de la Triste Figura se autodenominara desde ese momento el Caballero de los Leones.
El enfoque con que Kozintsev contempla el mito se traduce, especialmente, en subrayar su condición de símbolo de una justicia casi utópica. Don Quijote se mueve bajo la amargura de que “los desgraciados piden ayuda y los poderosos no escuchan”, lo que le lleva a que sus últimas palabras en el lecho de muerte constituyan –dirigidas a Sancho– todo un programa de acción: “Luchando infatigablemente, viviremos tú y yo. Viviremos hasta el Siglo de Oro. La justicia destruirá la ambición y la codicia. Adelante, ni un paso atrás…”. Aunque en apariencia nos encontremos en La Mancha del siglo XVI, estamos evidentemente, pese a correr tiempos de “deshielo” ideológico, en la Unión Soviética de 1957.

"Don Quijote de la Mancha", de Rafael Gil (1947)

Entre Pabst y Kozintsev, el primer Quijote sonoro español vio la luz. Lo dirigió Rafael Gil en 1947, basándose en algo que ni siquiera quiso llamarse “adaptación” sino simple “síntesis literaria”, a cargo del escritor Antonio Abad Ojuel. Realmente, esa idea de “síntesis” preside la película, que busca –a lo largo de sus 137 minutosconvertirse en un resumen fiel y respetuoso del texto cervantino, del que básicamente sólo elimina los relatos que, como el del Curioso impertinente o el de las Bodas de Camacho, no afectan al contenido central del libro.
Con un reparto de figuras de la época encabezado por Rafael Rivelles y Juan Calvo, y donde se encuentra a una jovencísima Sara Montiel en el papel de la Sobrina, la verdad es que este Don Quijote de la Mancha merece cierta consideración, pese al “look Cifesa” que le lastra fuertemente: grandes decorados de cartón piedra, regusto arcaico y el tono de grandilocuencia y artificiosidad que caracterizaba las grandes producciones de la firma valenciana durante la década de los 40. Prácticamente, ninguno de los episodios fundamentales de la novela falta en este caso, cuyas “invenciones” narrativas se reducen a la aparición de Sancho, quien cae desde un tejado al balcón de Don Quijote, y al rótulo final, que asegura al espectador que “Y esto no fue el fin, sino el principio”, envuelto por la siempre excesiva música de Ernesto Halffter.
Una vez más, los condicionamientos de la época influyen sobre la percepción del mito: en la España del nacional-catolicismo, la película de Gil muestra una patente voluntad de “cristianizar” al Caballero, y no sólo por diversas actitudes y gestos de la interpretación de Rivelles. Que el regreso a la cordura de Alonso Quijano sirva, sobre todo, para que pueda ponerse en gracia de Dios y que sus últimas palabras sean “Jesús, Jesús, Jesús…” en señal de agónica contrición, señalan una pretensión catequista de la que Cervantes se hallaba muy lejano. La manipulación interesada de un referente mitológico es algo que suele confundirse con el libre tratamiento de su dimensión simbólica, y el Don Quijote de Gil supone un claro ejemplo de ello.

De la serie de cinco capítulos, dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón para TVE

Si en él Fernando Rey encarnaba al bachiller Sansón Carrasco, el propio actor se convertirá en el Caballero dentro de la serie televisiva de cinco capítulos que, en 1991, filma Manuel Gutiérrez Aragón, haciendo olvidar la más bien penosa de seis horas y media rodada en 1965 por el italiano Carlo Rim. Sostenida tanto en la gran interpretación de Fernando Rey como en la también espléndida de Alfredo Landa como Sancho, El Quijote significa –según mi criterio la mejor adaptación realizada hasta la fecha del texto de Cervantes o, para ser exactos, de su primera parte. Insisto en el término “adaptación”, porque esa era la finalidad que perseguía el proyecto televisivo, incluso con ánimo divulgatorio, y el objetivo que siempre orientó a los responsables de la serie, empezando por su productor, Emiliano Piedra.
Lo que no le impide a este Quijote contener secuencias de gran originalidad estética (como la lucha con los molinos, de cuyas aspas, por fortuna, no cuelga el Caballero; o la batalla contra los rebaños, convertidos subjetivamente en ejércitos enfrentados), y, sobre todo, respirar un aire “de verdad” ausente en la casi totalidad de los títulos anteriores. Además, como decisiva aportación, Gutiérrez Aragón plantea por primera vez en imágenes lo que El Quijote tiene de metalenguaje, de libro que se contempla a sí mismo como una ficción en curso, a través de la presencia del propio Cervantes en su hallazgo y “traducción” de los manuscritos de Cide Hamete Benengeli sobre las andanzas del Hidalgo. Precursor de un modo de narrar que vertebra la literatura y el arte en general del siglo XX, cuando las distintas formas de expresión se interrogan sin cesar sobre la naturaleza de su lenguaje y de su medio, este aspecto del texto cervantino, tan adelantado a su tiempo, tuvo que ser debidamente valorado por el autor de Maravillas o Demonios en el jardín.

"El Caballero Don Quijote", de Manuel Gutiérrez Aragón (2002)

No exactamente una segunda parte, sino una película autónoma es lo que supone El Caballero Don Quijote, escrita y dirigida por el propio Manuel Gutiérrez Aragón en 2002. Su propuesta la resume el mismo cineasta al señalar que “reúne en sí dos mundos, lo mismo que el libro: el mundo real de arrieros, duques, criados y señores, y el mundo mágico del Quijote: caballeros de la Blanca Luna, de los Espejos, Dulcineas encantadas y Merlines, diablos y pajes travestidos. Se trata, pues, de una película de base realista, que respeta el texto original hasta donde lo puede respetar y, por supuesto, recoge el espíritu del libro cervantino. No es una película inspirada en los personajes, sino en la complejidad del libro. Es una historia romántica, cálida, en la que la locura de Don Quijote tiene un componente de humor que al mismo tiempo resulta patético. Y todo ello a medio camino entre lo real y lo soñado”.
Nada extraño en la filmografía del realizador cántabro, la mayoría de cuyas obras se mueven en ese delicado equilibrio entre realidad y onirismo. Con los valiosos trabajos de Juan Luis Galiardo en lugar de Fernando Rey y Carlos Iglesias en el de Alfredo Landa, El Caballero Don Quijote se estructura como una sucesión de episodios casi aislados (el encuentro con la auténtica Aldonza Lorenzo, el descenso mágico a la cueva de Montesinos, la visión ante la noria del molino, todo lo relativo a la Ínsula Barataria, los dos enfrentamientos con el bachiller Sansón Carrasco…), donde destaca la belleza de la puesta en escena de Gutiérrez Aragón, sustentada en la fotografía de José Luis Alcaine, la escenografía de Félix Murcia, los figurines de Gerardo Vera y la música de José Nieto, un magnífico equipo. Hay también un aspecto importante: vuelve a jugarse aquí con el metalenguaje al que ya aludíamos en la serie televisiva, dando relevancia incluso al Quijote apócrifo de Avellaneda. Y un final muy significativo: El Caballero Don Quijote termina no con Alonso Quijano moribundo, como suele suceder, sino con un Sancho Panza que parece asumir así la nostalgia, pero también el empeño, del espíritu quijotesco.

"Honor de Cavallería", de Albert Serra (2006)

Radicalmente distinto es el propósito de Albert Serra en su Honor de Cavallería, que dirigiese en 2006. Film muy especial, reducido casi en exclusividad a la eterna pareja, con un amo que se autodefine como “hermano mayor” de su escudero, y donde la naturaleza adquiere papel protagonista, reconoce estar solo “inspirado” en la novela de Cervantes. Con un ritmo narrativo extremadamente pausado, a base de planos fijos y planos-secuencia, cuando no los dos a la vez, Serra configura un Don Quijote plenamente centrado en Dios y su poder sobre los hombres, creencia que trata de inculcar a toda costa en Sancho, al tiempo que añora una mítica e indeterminada Edad de Oro, en la que “no existía el mal, ni había problemas de nada. Nadie se enfadaba, nadie peleaba y todos se querían. Era una época muy tranquila. Lo tenemos que intentar con todas nuestras fuerzas [volver a ella]. Yo creo que lo conseguiremos, Sancho. Los caballeros somos invencibles. Porque Dios, ya lo sabes tú, nos ha dado la fuerza para hacerlo”. Ello no le impide, cuando se acerca su hora final, sumirse en la negrura: “La vida es un camino de tristeza. Muy triste, porque hay gente mala”. Aunque pese a que “siento la muerte”, proclama y defiende el papel de la caballería andante, ya que “es la civilización. Premia al que dice la verdad y castiga a los que dicen mentiras. La caballería es el razonamiento de la acción”.
Amaneceres y noches umbrosas se suceden en Honor de Cavallería, un segundo largometraje que marcaría las peculiares opciones estéticas de su autor, tomando al Quijote como punto de partida de unas reflexiones que buscan situarse, de manera más o menos aproximada, en la órbita de Cervantes.

Imagen rodada por Orson Welles para su inacabado Quijote

Por el contrario, “clásicos” como Abel Gance, Walt Disney y parece que hasta Charles Chaplin no llegaron a ver cumplido el sueño de “su” Quijote. Tampoco Orson Welles, quien filmó entre 1957 y 1985 –año de su muerte miles de metros de material en México y España, que nunca acabaría de montar. Lo hizo de manera más bien aventurada Jesús Franco, que había trabajado con él como ayudante de dirección en Campanadas a medianoche y que, analizando secuencias ya ordenadas por Welles y anotaciones de cuadernos suyos, se lanzó a la casi imposible empresa de adivinar las intenciones finales del maestro. Presentado en la Expo de Sevilla del 92, este demasiado pomposamente llamado Don Quijote de Orson Welles es todo lo que se quiera, menos de Orson Welles. Conociendo la extrema importancia que el padre de Ciudadano Kane daba al montaje, las numerosas ocasiones en que rehízo sus películas ante la moviola, resulta inimaginable que hubiera dado por válida esta confusa y monótona sucesión de imágenes, carentes de todo ritmo. Si ya la idea de Welles de “modernizar” la obra de Cervantes resultaba harto discutible (con el Caballero arremetiendo contra la pasajera de una Vespa, Sancho buscándole por los Sanfermines o conversando ambos en un cementerio de coches), lo que vemos hoy en pantalla sólo puede causar una profunda insatisfacción. El continuo diálogo entre el Ingenioso Hidalgo y su escudero sirve exclusivamente para contemplar algunos momentos inspirados de Akim Tamiroff al interpretar a este, y para que resuene en nuestros oídos la advertencia última del Quijote: “Las máquinas acabarán matando y aniquilando al ser humano…”.

También un cineasta español residente en Francia, José María Berzosa, intentó sin demasiado éxito “actualizar” el relato cervantino en su versión experimental de 1973, a la que cabría unir la de carácter eminentemente teatral –aunque con destino televisivo emprendida once años después por el conocido director escénico italiano Maurizio Scaparro, sobre guion de Rafael Azcona y con importante participación de Els Comediants. Para terminar con las aportaciones españolas, citemos el fallido proyecto de Eduardo García Maroto, Aventuras de Don Quijote, en 1960, ya que únicamente logró rodar el primero de los seis mediometrajes previstos con el fin de divulgar el contenido del libro entre el público infantil. Y ahora, después de múltiples avatares, nos va a llegar el renacido The Man Who Killed Don Quixote, de Terry Gilliam, con producción mayoritaria de nuestro país.

Sophia Loren, como Aldonza Lorenzo, en "El hombre de La Mancha"

Al límite de estas páginas quedan ya películas que indirecta o subsidiariamente se apoyan en el mito quijotesco. Es el caso de El hombre de La Mancha, donde Arthur Hiller llevaba a la pantalla en 1972 este “musical” de Broadway, film en el que destaca la espléndida labor de Sophia Loren como Aldonza Lorenzo y unas emocionantes secuencias finales en torno a la canción El sueño imposible. El triunfo comercial del espectáculo y de la película provocó un renacimiento del interés hacia el personaje del Caballero, motivando incluso un subproducto tan disparatado como Las eróticas aventuras de Don Quijote (1976), de responsabilidad norteamericana lo dirige un tan Raphael Nussbaum aunque rodada en España y que pretendía ser una parodia de Man of Mancha. Tampoco Cantinflas quiso perder la ocasión de personificar a Sancho Panza en Don Quijote cabalga de nuevo, realizada en 1972 por el mexicano Roberto Gavaldón, y donde los únicos momentos salvables no pertenecían al cómico mexicano sino a Fernando Fernán-Gómez en el papel de Alonso Quijano.

Personaje al que incluso vimos transformado en “cowboy” del lejano Oeste, tanto en el cine mudo como en el sonoro. Y cuya oculta presencia se deslizaba por las dos adaptaciones de la Dulcinea de Gaston Baty, y por otras tantas biografías del propio Cervantes, una para la pantalla grande, de Vincent Sherman (1967); otra para la pequeña, de Alfonso Ungría (1980). La sombra del Ingenioso Hidalgo, de su mito permanente, resulta bien alargada.


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·        * Revisión y actualización del artículo publicado originalmente en la revista “CLIJ” nº 90, septiembre de 1997.
·     ** Diversos datos de la primera parte de este texto proceden del ensayo “Historia cinematográfica de Don Quijote de la Mancha”, de Carlos Fernández Cuenca. Cuadernos de Literatura, Madrid, marzo-junio de 1948.